Textos y contextos (segunda época), 18

 

Poder, memoria y trabajo intelectual: de la ciudad letrada a los intelectuales “nativos”

 

Recibido: 30-01-2019 Aprobado: 15-04-2019

 

 

Dra. Martha Rodríguez Albán | m1rodriguez@yahoo.com

Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del Ecuador

 

 

 

Resumen:

En este artículo, la autora actualiza la reflexión sobre la noción gramsciana de intelectual orgánico. Más allá de los lugares comunes, eso lleva a pensar el trabajo intelectual desde su incrustación en las relaciones sociales, desde su rol productivo de estructuras ideológicas, políticas y económicas. Es decir, permite pensar el trabajo intelectual como constructor de relaciones de poder y/o dominación. Por otro lado, hace hincapié en el hecho de que la escritura no es una condición indispensable para el cumplimiento del trabajo intelectual, como lo muestran experiencias de intelectuales indígenas y fronterizos del CRIC colombiano. Dichos intelectuales apoyan proyectos emancipadores fundados en la restitución de su memoria política. Entonces, más allá de las identidades colectivas construidas por las academias del norte y por los intelectuales tradicionales, hay también proyectos que redefinen identidades y utopías emancipadoras en tiempos de modernidades y posmodernidades desiguales.

 

Palabras clave:

poder, memoria, trabajo intelectual, intelectuales indígenas.

 

La escisión del trabajo humano en categorías excluyentes (intelectual y físico) ocurre, según señalaron Marx y Engels,[1] durante la larga transición “del régimen tribal al Estado” (1932: 41-42). Tal división se expresa de manera evidente y más radical en los siglos XVII y XVIII, con los cambios en los medios de producción.[2] Son, pues, imperativos económicos y políticos los que impusieron ese deslinde artificial. Una arista importante de ese evento son sus implicaciones sociopolíticas y económicas de enormes proporciones: ha promovido la estratificación social en grupos y/o castas, ha limitado las posibilidades de desarrollo de comunidades o países (con la división internacional del trabajo), y la realización vital/ laboral de individuos (con la división internacional y local del trabajo). En suma, la división del trabajo (a niveles global y local) si bien es producto del desarrollo de fuerzas productivas, a su vez, también estructura procesos de dominación. Esta influencia mutua se aprecia en los avatares y disputas de poder que sostiene el intelectual (figura que surge en Occidente, a partir de la Ilustración), sobre todo desde inicios de la Modernidad.

En el presente trabajo, pretendo trazar un panorama breve sobre los vínculos entre trabajo intelectual y ejercicio del poder, entendido éste como “la probabilidad de imponer la propia voluntad sobre la conducta ajena” (Weber, 1922: 696). Me enfocaré en tres contextos históricos que imprimieron modificaciones o ajustes en esa relación: el inicio del capitalismo mercantil y de las colonias hispanoamericanas; la Ilustración europea; y, en el siglo XX, un proceso de resistencia política en Colombia. No busco trazar un gran arco, ni derivar generalizaciones; tan solo revisar algunos elementos en esos tres contextos por demás vastos y complejos, en los cuales se cristalizan aspectos importantes o cambios en la relación trabajo intelectual y ejercicio de poder (o dominación);[3] relación que implica aspectos tan importantes como la memoria y la construcción de identidades.

Antes que nada, es necesario definir qué entiendo por trabajo intelectual y si éste requiere, inexcusablemente, del ejercicio de la escritura. La actividad intelectual es una categoría vasta ligada a la dimensión simbólica del ser humano: a través de ella, éste produce significaciones, que pueden centrarse en lo lingüístico o en el orden de lo práctico. El primer caso no requiere de mayor explicación: es un lugar común pensar al intelectual como una persona “de letras” impresas: con vastas lecturas y dominio de la palabra escrita. Pero la idea es que, más allá de que se los identifique o no como intelectuales, también lo son quienes emplean conocimientos para generar otros nuevos, o quienes trabajan en la enseñanza y propagación de ideas; quienes están ligados a la producción en el ámbito de lo simbólico, en definitiva, aunque no necesariamente trabajen con la palabra escrita.  

Se trata de un concepto vasto de intelectuales, que deriva de la noción que propone el filósofo y político italiano Antonio Gramsci (1891-1937), para quien es indispensable pensar el trabajo intelectual imbricado con la política y en un contexto de relaciones sociales; esto es, siempre de cara a un poder hegemónico: sea para mantenerlo o desafiarlo. Él sustenta su planteamiento desde una perspectiva metodológica, y responde a una pregunta cauta: “¿Cuáles son los límites ‘máximos’ de la acepción de ‘intelectual’? […] El error metódico más frecuente me parece que consiste en buscar ese criterio de distinción en el núcleo intrínseco de las actividades intelectuales, en vez de verlo en el conjunto del sistema de relaciones en el cual dichas actividades (y, por tanto, los grupos que las personifican) se encuentran en el complejo general de las relaciones sociales” (1932). Lo que propone Gramsci es un giro metodológico para pensar o estudiar a los intelectuales; giro necesario para rebasar lo que muestran la observación empírica y la doxa: que el trabajo intelectual es muy diferente del que implica a la fuerza muscular. Gramsci supera este lugar común y recuerda el rol de producción ideológica y política que realizan los intelectuales. Propone, entonces, que esta categoría incluye, además de los productores de la “alta cultura”, a:

 

todos aquellos que desarrollan funciones organizativas en la producción, la política, la administración, la cultura, etc. No sólo los escritores y artistas, sino también los maestros de escuela, los políticos profesionales, los administradores, los técnicos, los arquitectos, etc., en tanto participan en la labor de producción, reproducción y difusión de valores, modos de vida, modos de actividad, principios de organización del espacio, etc. […]. En tanto el poder se estructura, existe y se ejerce en todos estos intersticios de lo social, y la hegemonía de la clase dominante se enraíza en ellos, intelectuales serán los encargados del funcionamiento del aparato hegemónico, o aquellos que con su actividad contribuyen a la construcción de espacios de contrahegemonía. (Acanda, 2007: 23-24)

 

Esta noción señala una realidad velada: que el trabajo intelectual está incrustado en las relaciones sociales, y que la división del trabajo es impuesta por requerimientos económicos y políticos a nivel internacional y local (el poder se ejerce y se sostiene a través de dinámicas en las relaciones, en las diferentes esferas de la sociedad: en las relaciones sociales económicas, relaciones sociales políticas y relaciones sociales en lo ideológico).[4]

Hay un segundo argumento que da apoyo a la división del trabajo, en el que no hicieron énfasis Marx ni Gramsci, pero en el que sí repararon críticos contemporáneos de la teoría poscolonial. Muestran que el desarrollo de la escritura naturalizó la división del trabajo en la Modernidad, al punto de que se piensa que el trabajo intelectual es indisoluble de aquella. En contra de tal noción, un activista indígena colombiano afirma que, si un intelectual es quien produce conocimiento, el chamán de su comunidad es el único merecedor de tal nombre (Rappaport, 2005: 25). Y huelga insistir en el rol cohesionador social y productor de significados que desempeña el chamán, aunque no sepa leer ni escribir (de hecho, la fijación de conocimientos en soportes diversos ha tenido distintos roles sociales históricos) (Mignolo, 2004: 237-244). Walter Mignolo resume este debate, ya no desde el ámbito de la praxis, sino desde el enunciado académico; adicionalmente, marca los límites del aporte que Jacques Derrida realizara a esta discusión:

 

In order to overcome both the dichotomy between speech and writing and the surrogate roles given to writing over speech in the European classical tradition, Derrida introduced the notion of ‘archi-writing’ and made a significant move to anchor his argument in the human process of signification, rather than in the distinction between speech and writing. While this move opened up a panoramic vista, Derrida’s argument –however- remained very much within the narrow European classical tradition, […] it remained within the fabrication of the European self-belief in the superiority of speech over writing and a conception of a civilizing process in which writing played a crucial role within a wide range of social activities. (Mignolo, 1994: 306)

 

A la luz de trabajos de críticos poscoloniales y de la teoría gramsciana de la hegemonía, resulta evidente que la escritura no es consustancial a la producción de significados/saberes/conocimientos.[5] Pero esa realidad ha sido negada sistemáticamente por los discursos letrados occidentales contemporáneos, por “razones de poder”: la niegan para sustentar la exclusión del otro, para afianzar su dominio y restringir el ingreso de nuevos actores al campo intelectual, tanto a nivel global como local. Hoy por hoy, esta exclusión se expresa en una división geopolítica del trabajo: los académicos de los países del centro económico consideran que solo ellos son capaces de producir conocimiento, y relegan a los intelectuales de países periféricos a otras tareas (o los encierran en nichos de conocimiento que funcionan como ghettos). Por situaciones como ésta, la académica hindú Gayatri Spivak (n. 1942) sostiene que el subalterno no puede hablar; primero, porque sus códigos no se corresponden con el logos “civilizado” con el que hablan los detentadores de los poderes oficiales (academia, gobiernos) en países colonizadores; segundo, porque se mantienen las relaciones de poder que convierten al otro en un objeto.

Spivak devela que, detrás de las buenas intenciones de intelectuales del primer mundo que pretenden hablar por el subalterno, lo que se produce es una reafirmación de la mirada que coloca a aquel como incapaz de pensar y de decir. Comenta, al respecto: “Ni Deleuze ni Foucault parecen conscientes de que el intelectual dentro del capital socializado, esgrimiendo la experiencia concreta, pueda ayudar a consolidar la división internacional del trabajo” (Spivak: 307). A la postre, entonces, aquellos intelectuales reproducen posturas neo-colonialistas que cosifican al otro distinto: lo estudian como a un objeto, le adscriben atributos que lo ubican en un pasado idílico o en un futuro sin conexión con la contemporaneidad, todo lo cual reproduce las relaciones de dominio. Se trata de un planteamiento radical de Spivak, que se inspira en su propia experiencia vital en un país colonizado (India), y que recuerda a la situación de las excolonias hispanoamericanas.

En este punto, coinciden Spivak y el crítico palestino Edward Said (1935-2003). Y añaden una idea más: la sustentación de ese poder excluyente del otro (el de países periféricos) se fundamenta en una construcción ficticia; se le inventa una esencia cuyo objetivo último es la dominación, la expulsión del otro del campo de la civilidad y, con ello, de la posibilidad de mirarlo como un par, como alguien que piensa y produce significados/ saberes/ conocimientos; como alguien con quien establecer un diálogo.

Said estudia, en Orientalismo (1978), la genealogía de algunos objetos de interés en las Áreas de estudio de las universidades estadounidenses; ellas surgieron a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando nacieron y también crecieron de manera inusitada los departamentos de Letras y Lenguas Extranjeras. Said vincula este desarrollo con una política de los departamentos de Estado, en su búsqueda de infiltrarse en la cultura del otro, y denuncia la relación entre las universidades y el Estado, en el contexto de la Guerra Fría. Plantea que al otro que proviene de la periferia se le asigna una identidad ficticia. Si se acepta que la ficción es la representación psíquica que uno se hace de una parcela de la realidad (representaciones psíquicas de los acontecimientos, que son rearticuladas por el sujeto que investiga), se entiende su rol clave en la escena social. De ello se desprende que toda representación resulta equívoca; y lo son, más aún, las representaciones que los países del centro realizan sobre las culturas periféricas, pues están guiadas por razones políticas.

En buena parte, esta construcción respecto del otro, en Occidente, encuentra uno de sus mejores recursos en el dispositivo de la escritura, postulado como consustancial a la producción de conocimiento; por eso la escritura ha acompañado a procesos de estratificación social como dispositivo para reafirmar la división del trabajo, como se aprecia desde los albores de la modernidad capitalista occidental, en el siglo XV. En este ensayo, reflexionaré, en primer lugar, sobre el contexto de inicios de la Modernidad, enfocándome en las relaciones entre trabajo intelectual y poder que se dieron desde entonces.

La modernidad capitalista se ha mostrado ambivalente y contradictoria, según plantea el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría (1941-2010). Por un lado, fue una promesa de satisfacción material de la humanidad, pero al mismo tiempo se ha fundamentado, para realizarse y afirmarse, en “una organización de la vida económica que parte de la negación de ese fundamento” (Echeverría, 1995: 166). Se trata de un fenómeno global y globalizador, vinculado con el “carácter peculiar de una forma histórica de totalización civilizatoria de la vida humana” (Ibíd.: 138). Su fundamento es el de la modernidad capitalista industrializada, conformada “en torno al hecho radical de la subordinación del proceso de producción/ consumo al ‘capitalismo’ como forma peculiar de acumulación de la riqueza mercantil” (Ibíd.: 143). Es a causa de tal subordinación que, en los procesos de la modernidad occidental, aparece en su mejor expresión el uso funcional del conocimiento en la consolidación de elites dominantes.

Echeverría recuerda que la humanidad se erige sobre la base del logocentrismo, “en la misma medida en que ella hace de todos sus comportamientos realidades semióticas” (Ibíd.: 194). Temprano en su historia se configuró la logocracia, que implicaba restricciones a ciertos contenidos que se apartaban del uso “civilizatorio” del logos vinculado a la religión: “la comunicación lingüística reduce y condensa para ello su función mitopoyética; la encierra en el cultivo hermenéutico de un texto sagrado y su corpus dogmático” (Ibíd.: 194). Más adelante, con el desarrollo de la modernidad capitalista, se produjo una segunda reconfiguración del logos; esta vez se lo subordinó –como ocurrió con todos los procesos materiales y simbólicos de la actividad humana- a los intereses del capital. En esta segunda reconfiguración, se privilegió la función referencial de la palabra, en detrimento de todas las demás: ahora se trata de “hacer del hecho comunicativo [exclusivamente] ‘un instrumento de apropiación cognoscitiva’ de ese ‘algo’, de ‘lo real’” (Ibíd.: 198).  

En nombre del progreso, entonces, se ha separado irremisiblemente dos funciones primordiales del lenguaje: la función referencial (cuyo objetivo básico es transmitir información: por ello resultó cara al desarrollo de la ciencia) y la función poética (centrada en la producción de nuevos sentidos, gracias a su enorme carga simbólica). Podría pensarse que tal escisión es paradójica, en tanto ella ocurre en el contexto del proyecto Ilustrado; pero esa ruptura es coherente al analizar sus luchas por el poder (verdaderas conductoras del proyecto). Porque si el discurso de la Ilustración promovía el desencantamiento del mundo evento clave en la lógica civilizatoria, buscaba con igual tenacidad un segundo objetivo: “La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre […] liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores” (Horkheimer y Adorno, 1944: 59). Esta ansia de poder para ejercerlo sobre sí mismo, sobre otros seres humanos y sobre la naturaleza halla en el conocimiento un medio para realizarse, y configura la relación íntima, simbiótica, entre conocimiento y poder. “Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para a dominarla por completo, a ella y a los hombres” (Ibíd.: 60).

Aquel abismo entre las funciones referencial y poética del lenguaje condujo a redefiniciones del trabajo intelectual y de la escritura, en una afirmación más clara de sus vínculos con lo político. El lenguaje denotativo se convierte, desde el Siglo de las Luces, en el instrumento idóneo para la transmisión y acumulación enciclopédica de conocimiento no de saber, anulando en este proceso a la intuición, la poesía, las artes en general; son portadoras de verdad, en tanto la imagen, y el signo mantiene su significado en ellas (pruebas al canto: la fuerza y la veracidad de la metáfora del Angel Novus, de Benjamin, que se mencionará más adelante).

Esta escisión en el lenguaje era una manifestación clave de la división del trabajo: “Con la precisa separación entre ciencia y poesía la división del trabajo, efectuada ya con su ayuda, se extiende al lenguaje. En cuanto signo, la palabra pasa a la ciencia; como sonido, como imagen, como auténtica palabra, es repartida entre las diversas artes, sin poderse recuperar ya mediante su adición, su sinestesia o el ‘arte total’” (Ibíd.: 72). Al imponer esta fisura en el lenguaje, la impone sobre todos los ámbitos de la existencia del ser humano: el Iluminismo define los límites entre aquello que está permitido por la civilización el orden, el esfuerzo, el trabajo y aquello que debe ser condenado, controlado o reprimido el placer, el disfrute del ‘aura’ en la naturaleza y en el arte, la presencia del mito en el lenguaje. La escisión en el lenguaje refleja, incluso, una prohibición de goce en la existencia humana, prohibición que necesita sublimarse mediante la neurotización, la narcotización, o en el aplauso que es un grito reprimido, que clama la liberación, cuando alguien contempla una obra de arte. Los límites impuestos al lenguaje alcanzan todos los ámbitos de la existencia humana, ya que es el logos lo que la constituye.

Pero aquel no es el único efecto del progreso sobre el lenguaje. En el ámbito de la filosofía, se produce también un vaciamiento del sentido de las palabras, con la separación entre intuición y concepto. La intuición minusvalorada queda en el reducto de la poesía, “proscrita por la doctrina de las ideas”, de la misma forma que antes la religión prohibía el principio de la magia (Ibíd.: 73). Esa falta de complemento con el mito (depositario de verdades ancestrales) potencia las posibilidades de existir en medio de discursos falaces, de construcciones elaboradas para mantener sumisas a las masas: “la suspensión del concepto, ya fuera en nombre del progreso o en el de la cultura que secretamente se habían puesto de acuerdo hacía tiempo contra la verdad, ha dejado el campo libre a la mentira” (Ibíd.: 93). Paradójicamente, ese efecto sobre la filosofía incide, a la larga, en el propio proyecto ilustrado, y coarta sus promesas de reducir el sufrimiento de los individuos (Ibíd.: 93-94). En su realización actual, el proyecto iluminista es incapaz de liberar al ser humano de las carencias y del sufrimiento.

Con una desesperanza similar, Walter Benjamin expresa también los vínculos de la nueva logocracia con lo político. En su texto “Sobre el concepto de historia”, (1951)[6] resalta las implicaciones de la crisis de la memoria histórica y política en la modernidad occidental. Uno de los fragmentos que lo componen es una memorable y poderosa metáfora de lo que significa el progreso: un huracán arrasador que, desde el Paraíso, empuja al horrorizado ángel de la historia hacia adelante; éste ha vuelto su rostro hacia el pasado, que le semeja “una única catástrofe que constantemente amontona ruinas sobre ruinas, arrojándolas a sus pies” (1951: 140); quisiera volar, correr, pero el viento no le permite desplegar sus alas, por lo que es arrastrado sin remedio hacia un futuro donde no existe nada más que la indetenible acumulación de ruinas, dolor y muerte, generadas por el huracán del progreso. Es una imagen con la implacable claridad de las metáforas fuerza metafórica devaluada y sometida en el logos contemporáneo, que muestra una verdad.

Benjamin alude también, con esa imagen, a la devastación que implica para la humanidad la pérdida de la memoria histórica, íntimamente imbricada narración humana, como es con el lenguaje. Para reconstruirla, sus restos deberán articularse de manera que promuevan la emancipación narrada desde los subalternos, resistiendo a la memoria paralizadora promovida por grupos dominantes. Benjamin lamenta esa pérdida del pasado, pero su nostalgia no es aristocrática ni conservadora; es una postura crítica que echa en falta el aura del arte y los destellos inasibles del pasado como elementos liberadores: “La imagen verdadera del pasado pasa de largo velozmente. El pasado sólo es atrapable como la imagen que refulge, para nunca más volver, en el instante en que se vuelve reconocible. […] Porque la imagen verdadera del pasado es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido en ella” (1951: 21).

En “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936), Benjamin define al aura como “un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único en una lejanía, por cercana que pueda estar” (49). Ella es portadora de un vital sentimiento de autenticidad el cual, con la secularización del arte (cuando las obras son reproducidas en serie, debido al desarrollo técnico), “entra en el lugar del valor de culto”(1936: 52), vinculada ahora al mercado y/o a objetivos políticos. Dice Benjamin: “Cuando llega el instante en que el criterio de autenticidad falla ante la producción artística, es cuando la función social del arte, en su conjunto, se ha trastornado también. En lugar de su fundamentación en el ritual, debe aparecer su fundamentación en otra praxis, a saber, su fundamentación en la política” (1936: 63). Ésa es su preocupación esencial: la reducción del sentimiento estético al “valor de culto” y la difusión amplia de esta forma mutilada del arte en el mundo de la vida, con fines políticos no emancipadores. En el momento histórico en que Benjamin escribe, en Europa disputaban, en lo político, el fascismo en ascenso y las fuerzas de izquierda; el horror de Benjamin es la percepción de esa estetización política de la vida, de la mano del proyecto fascista.

Si el rol de la obra de arte cambió al entrar al servicio de intereses apartados de la percepción estética, obviamente se modificó también el rol de los intelectuales. Antonio Gramsci, contemporáneo de Benjamin, reflexiona sobre las causas del ascenso del fascismo en Europa, en los años 20 y 30. Se pregunta, de manera directa, por el rol del intelectual y del arte en la construcción de objetivos políticos ligados a la “reforma moral e intelectual”. Según se indicó, Gramsci plantea que, para el afianzamiento de un poder político, se requiere del concurso del sector social de los intelectuales, además de los tradicionales aparatos ideológicos coercitivos del Estado. Porque todo intelectual deliberadamente o no es orgánico: bien con el afianzamiento de un poder hegemónico, o con el proyecto que busca desestabilizarlo. El trabajo de los intelectuales tiene que ver entonces, siempre, con los subalternos. No realiza construcciones idealizadas sobre ellos, sino que reflexiona sobre su rol, en la construcción de un proyecto emancipador, basado en la “reforma moral e intelectual” de la sociedad, conducida por los subalternos y bajo la dirección del Partido.

Gramsci nos previene de la errónea y simplista presunción de que la hegemonía se ejerce solo a través de la cultura “oficial” o “alta cultura”.[7] Adicionalmente, contrapone el concepto de “sentido común” (ideas naturalizadas, funcionales a los poderes hegemónicos) al de “buen sentido” (sentido crítico); ello permite aproximarnos a las culturas populares sin esencializarlas y sin mirarlas como fundamentos de la resistencia. Gramsci nos recuerda “el carácter internamente contradictorio de la cultura popular, en tanto producto social, y por ende resultado del entrecruzamiento de relaciones de fuerza de signo muy diverso, y portadora, en consecuencia, no sólo de elementos de oposición y resistencia de las clases subordinadas al poder, sino también de elementos de la hegemonía de la clase dominante” (Acanda, 2007: 33).

Hasta aquí he reflexionado sobre la reconstrucción general del logos con el inicio de la modernidad capitalista, y con su devenir hasta el ascenso del fascismo. Hay otro momento histórico importante en la definición de las relaciones entre la palabra y el poder: la Colonia, en Hispanoamérica. Iniciada en el siglo XV, ella antecede a la Ilustración; pero las ideas de ésta se relacionan con el cierre de este período colonial. Ambos proyectos el económico-político de la Colonia española y el político-ideológico de la Ilustración eran antagónicos; los impulsaron fuerzas sociales distintas, que disputaron en diversos escenarios de Europa y América, entre los siglos XVIII y XIX. Ahora paso a revisar el rol de la palabra escrita en el proyecto colonial hispano.

Salvando las diferencias, la experiencia de Gayatri Spivak en los países neo-coloniales del siglo XX resulta cercana a situaciones de las colonias hispanas de los siglos XVI-XVII. El escritor Serge Grusinski (n. 1949) plantea que, en el México colonial, el empleo de la imagen religiosa (concretamente, de la Virgen de Guadalupe) fue un dispositivo basado en el sincretismo, que buscaba “seducir a los indios” con la imagen y con sus prodigios (1994: 106). Adicionalmente, fue una estrategia en la construcción de la subjetividad del otro colonizado, de manera que lo expulsó de la posibilidad del diálogo con el sujeto colonizador; al ubicarlo por fuera de su propio espacio, de su mirada y de su contemporaneidad, no le reconoce otra agencia que “la capacidad subjetiva de evocación surreal” (1994: 113). Este es un objetivo político, que presenta a la Iglesia como mediadora (doble mediación, en este caso) en la relación del subalterno con lo divino. Implica que éste es incapaz de pensar, de ser un humano pleno, en definitiva. Esta experiencia colonial, anterior al proyecto Iluminista, revela cómo el empleo de la capacidad simbólica condujo claramente a la creación de castas de intelectuales en las colonias de Hispanoamérica; castas que ubicaron al otro en un papel de subalterno  carente de logos y de civitas.

Pero es el ensayista uruguayo Ángel Rama (1926-1983) quien reflexiona de manera detallada y específica sobre el rol de la palabra en la construcción del poder colonizador, en la región. La ciudad letrada es un concepto acuñado por Rama, que alude a la comunidad de intelectuales que, a inicios de la Colonia, fue la intérprete y ejecutora de las políticas de la Corona española en América. Se refiere a quienes dominaban la palabra escrita; en sus inicios conformada mayoritariamente por religiosos, hubo un proceso de secularización con la expulsión de los jesuitas, en 1769. De manera general, estaba constituida por: “una pléyade de religiosos, administradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores intelectuales, todos esos que manejaban la pluma” (1984: 32); todos ellos servían al poder imperial “mediante leyes, reglamentos, proclamas, cédulas, propaganda y mediante la ideologización destinada a sustentarlo y justificarlos” (Ibíd.: 43). El dominio fue, pues, el objetivo central del proyecto político de la ciudad letrada.

La palabra que trajeron los invasores era un logos consistente, sólido portador de un único sentido: la verdad y la voluntad divinas incluso el Rey ejercía por voluntad de Dios. Era un sistema de poder que se enfrentaba, en nuevo escenario, al mito y a la falta de fe (sinónimos de la condición salvaje). Si bien entonces no existía un logos instrumental, palabra y escritura ejercieron su rol en la construcción de la subjetividad y la memoria del otro. La evangelización y la educación fueron sus objetivos declarados, pero el proyecto político de la ciudad letrada buscaba consolidar un sistema de dominio; su poder derivó de una cierta superioridad técnica (la letra impresa) y de una hábil lucha y una experiencia previa de disputas en el campo de lo simbólico. Rama nos recuerda que las ciudades letradas se fundaron en tiempos de las gramáticas de Port-Royal y de Nebrija: aquellos eran tiempos de un mundo que se abría a la conquista y hermenéutica de los signos; es en relación con ello que Rama justifica el nombre de ciudad letrada: “porque su acción se cumplió en el prioritario orden de los signos y porque [por] su implícita calidad sacerdotal, […] los signos aparecían como obra del espíritu” (Ibíd.: 32). La fuerza que otorgaba la hermenéutica de los signos sustentó el poder de la ciudad letrada.

Así pues, las ciudades reales con su división del trabajo[8] y las ciudades letradas con su profusa construcción simbólica surgieron juntas, y se alimentaron mutuamente en América. Representaban el polo positivo de la oposición civilización/barbarie, binarismo que resume la forma en que Europa empezó a pensarse y definirse a sí misma, y a pensar y definir una identidad del otro como salvaje. Esa identidad construida ubica al otro como incapaz de acceder al logos y sus misterios (recuérdese que la palabra escrita tenía carácter sagrado; la escritura se erigió como una suerte de “religión secundaria”, dice Rama) (Ibíd.: 37). Con este giro (que fundamentaba la logocracia en la palabra escrita) justificaron que el aprendizaje y el empleo de la escritura se reservara a las élites; con esa primera exclusión, apoyada en la ruptura del sistema y formatos prehispánicos de “libros” y de transmisión de información, (Cfr. Mignolo, 2004: 227-244) la ciudad letrada reafirmó su dominio.

Nada nuevo entonces sobre la mirada neocolonial en el paisaje intelectual de las academias del centro, en el siglo XX, que relatan Spivak y Said. Nada nuevo tampoco en la construcción que no ha reconocido, secularmente, la capacidad de los subalternos para pensar, leer, escribir y realizar usos instrumentales de la palabra [desvirtuando esos asertos, Frank Salomon reconstruye meticulosamente los usos y relaciones con la letra impresa, de comunidades periféricas de los Andes peruanos. (Cfr. Salomon y Miño Murcia, 2011)]. Nada nuevo, finalmente, en las palabras del intelectual y diplomático ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide (1884-1965), cuando pone en duda que el indio posea espiritualidad, que sea capaz de sentir: “¿Qué tenía, el infeliz, de humano? Apenas su apariencia, su posición vertical. […] El pobre indígena […] baila al mismo son con que llora. Y es quizás, más bien el hombre blanco quien, removido, turbado por ese lamento de edades sin edad, le atribuye [a la melodía] un alma, un sentido, que acaso no lo tiene en su pobre origen” (1929: 78); y zanja cualquier duda con este sello: “la única medida humana del universo es el hombre; y éste no es humano sino cuando piensa, sabe y medita” (1929: 68): precisamente lo que, a su criterio, no manifiesta el indio.

Volviendo al texto de Rama, el autor plantea que hubo varios momentos en que la ciudad letrada debió reconfigurar su labor, conforme cambiaban los dueños del poder: después de las guerras de independencia, los letrados se reubicaron en las instituciones criollas, al mando de las nuevas autoridades. Rama denomina a este gesto: “la reconversión de la ciudad letrada al servicio de los nuevos poderosos surgidos de la élite militar, sustituyendo a los antiguos delegados del monarca. Leyes, edictos, reglamentos y, sobre todo, constituciones, antes de acometer los vastos códigos ordenadores fueron [su] tarea central” (Ibíd.: 53).

Una reconversión adicional se produce en el período de las modernizaciones: desde fines del siglo XIX hasta la primera década del siglo XX, dice Rama (pero se conoce que las modernizaciones se extendieron hasta los años 50, pues no se dieron de modo uniforme entre países, ni dentro de un mismo país). Plantea que, por entonces, hubo una cierta pervivencia de la relación entre los estados que se fortalecían, y los letrados que cumplían la función de “ideólogos” (filósofos, educadores, politólogos); algunos optaron en los países más grandes y con modernizaciones más tempranas e intensas, por oficios de la letra que en principio les ofrecieron mayor independencia ideológica: el periodismo, el cultivo del ensayo o de la crítica. Rama no da cuenta en detalle de otros procesos de estas décadas: los que ocurrían en la militancia conjunta de intelectuales de sectores medios y líderes de sectores subalternos, con resultados que visibilizaron a varios de estos últimos.

Esto nos conduce a un tercer momento (no cronológico, sino de análisis en este trabajo), en que se producen giros significativos en la relación entre intelectuales y poder. En el siglo XX, ha habido diferentes experiencias que buscan la emancipación, revirtiendo la relación entre logos y política en favor de proyectos de grupos subalternos: desde los aportes de intelectuales vanguardistas en el arte y la militancia política, en los años 20 y 30 en Latinoamérica, hasta el auge de la literatura del testimonio de subalternos, en los años 70 y 80 (Viezzer, 1985; Burgos, 1985); o los trabajos de recuperación de la memoria histórica (en Colombia: Fals Borda, 1979; en Paraguay: Escobar, 2004); o los de recuperación de la memoria política en la región, sobre todo en los países del Cono Sur, desde 1980. Uno de los ejemplos más significativos es el rescate de la memoria política del líder indígena nasa (paez) Manuel Quintín Lame (1880-1962),[9] en Colombia. Trabaja en ello, desde 1971, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC); éste reúne a autoridades tradicionales y comunidades indígenas de ese departamento, en trabajo con numerosos activistas.

Cercana al CRIC, la antropóloga estadounidense Joanne Rappaport (n. 1943) realizó un estudio etnográfico en la región, en varios momentos, desde los años 70. Se trata de una investigación colaborativa, pues su trabajo une la investigación-acción participativa y realiza co-teorización con los intelectuales de la comunidad sobre el marco conceptual y las interpretaciones de los procesos y la actividad política del CRIC. En Intercultural utopias (2005), Rappaport estudia la memoria política de activistas y miembros del CRIC, enfocándose en la configuración y concepciones de los intelectuales de la etnia nasa: los activistas indígenas (intelectuales orgánicos), los llamados colaboradores, los maestros locales, los chamanes y los políticos o representantes de las ONGs. Es un texto útil para reflexionar sobre la complejidad y heterogeneidad de un grupo social: el de los intelectuales; características que tienen mucho que ver con su posición en relación con las fuerzas productivas: no están ligados de manera directa a la estructura económica, sino a otro nivel estructural de la sociedad: el ideológico (Cfr. Poulantzas, 1971: 98).

Los activistas indígenas del programa educativo del CRIC buscan una construcción hegemónica con su trabajo (Rappaport, 2005: 10-11). Sus tareas son: educativas, políticas (participan de la organización, de cabildos y otras instituciones) y lingüísticas: traducen textos (la Constitución, textos académicos) del castellano al Nasa Yuwa, mecanismo a través del cual se apropian y discuten los conceptos implicados. Por su identidad étnica ellos se autodiferencian de otros indígenas que estudiaron y se incorporaron a la cultura dominante (Ibíd.: 11). Hay intelectuales que no escriben, pero participan de la reflexión, discusión y apropiación de conceptos que emplea la academia; otra fuente de reflexiones son sus propias vivencias, su militancia. No producen conocimiento académico, sino que promueven el activismo local desde una perspectiva cultural contestataria; su enfoque es étnico (esencialista) e intercultural (desde una concepción de interculturalidad que difiere del multiculturalismo estadounidense, que “promueve la tolerancia, pero no la igualdad”) (Ibíd.: 5). El discurso de estos activistas culturales (intelectuales indígenas públicos) es diferente del de los políticos indígenas (discurso más plegado a modalidades y contenidos “universales” del quehacer político); también difieren en los espacios en que se mueven, pero sus objetivos políticos son comunes (Ibíd.: 12).

No les agrada que los llamen intelectuales (Ibíd.: 12); prefieren ser identificados como activistas ocupados en tareas intelectuales, y quieren diferenciarse de aquellos que Rappaport llama intelectuales tradicionales en la acepción gramsciana: sacerdotes, políticos tradicionales, tinterillos, maestros (no nativos e indígenas que renunciaron a su especificidad étnica); ellos no son orgánicos al proyecto (como tampoco lo son los mestizos urbanos, castellano-hablantes, de la élite de Popayán, y unos cuantos mestizos ligados a poderes políticos locales) (Ibíd.: 13).

El CRIC se relaciona también con intelectuales metropolitanos (académicos colombianos), cuyo discurso puede interesar a los indígenas, pero que no son orgánicos al movimiento; se los percibe como outsiders, aún si su presencia es aceptada o tolerada por los del CRIC; algunos dan, a veces, el giro de adhesión a los objetivos y militancia en el CRIC (Ibíd.: 13). Entre los otusiders, hay otros que sí son orgánicos al movimiento: sacerdotes radicales que plegaron hacia la cosmovisión indígena; colaboradores de las actividades del CRIC (participan en las discusiones, pero no publican sus textos en formatos académicos internacionalmente aceptados); oficiales de proyectos; ayudantes afiliados a la academia (Ibíd.: 14-15).

Todos ellos juegan un rol importante en el trabajo del CRIC, lo cual abona a la idea de una definición gramsciana de intelectual orgánico con nuevas aristas, en trabajos colaborativos como éste del Valle del Cauca. Igualmente complejas son las relaciones internas entre la oficina regional del CRIC y los niveles locales de acción (sus diferencias en discursos: los primeros, más ligados a teorías marxistas; los segundos, a la búsqueda de diálogo con otros grupos subalternizados); pero los proyectos se construyen en la intersección entre estos dos niveles (Ibíd.: 15). Más adelante, Rappaport también revela las relaciones de la producción de los llamados intelectuales fronterizos con el resto de intelectuales orgánicos, así como con productores de otros saberes, como los chamanes. En suma, este trabajo es un interesante motivo para pensar en la complejidad y heterogeneidad de actores, relaciones y tareas que se reúnen en la noción gramsciana de intelectuales.

Para concluir este ensayo, diré que uno de los aciertos de esa noción de intelectual orgánico es que restituye al trabajo intelectual su condición de incrustación en las relaciones sociales tanto como en las estructuras de producción ideológica, política y económica; en consecuencia, permite pensar al trabajo intelectual como constructor de relaciones de poder y/o dominación. Por otro lado, también se ha insistido en que la escritura no es una condición indispensable para el cumplimiento de trabajo intelectual, como lo muestran claramente experiencias de intelectuales indígenas y fronterizos del CRIC colombiano (varios de sus intelectuales orgánicos apoyan proyectos emancipadores de restitución de la memoria política desde los propios sectores subalternos). Más allá de las identidades del otro construidas por las academias del norte y por los intelectuales tradicionales fósiles de la ciudad letrada, hay también proyectos que redefinen identidades y utopías emancipadoras, en tiempos de modernidades y posmodernidades desiguales. Esos proyectos se basan en el rescate de la memoria histórica, a partir de los restos dejados por el huracán del progreso, como sugiere la metáfora del Angel Novus, de Benjamin. Para reconstruir la memoria, tales restos deberán articularse de forma que se promuevan la emancipación: esto es, enunciándose finalmente desde los subalternos.

 

Referencias

 

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[1] Larga transición que va a la par de otra: la división entre los instrumentos de producción “producidos por la civilización” y los instrumentos “naturales”. La más importante división del trabajo físico e intelectual es la separación entre la ciudad y el campo. […] [Ella] sólo puede darse dentro de la propiedad privada. Es la expresión más palmaria del sometimiento del individuo a la división del trabajo, a una determinada actividad que le viene impuesta, sometimiento que convierte a unos en limitados animales urbanos y a otros en limitados animales rústicos, reproduciendo diariamente esta oposición de intereses” (Marx y Engels 1932: 55-56).

[2] Marx y Engels afirman que “la verdadera división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el intelectual”; (1932: 32) esto solo ocurre durante el “tercer período de la propiedad privada desde la Edad Media, [que dio origen a] la gran industria y, con ella, [a] la aplicación de las fuerzas naturales a la producción industrial, la maquinaria y la más extensa división del trabajo” (Ibíd.: 68).

[3] Weber la define como “la probabilidad de hallar obediencia a un mandato determinado(1922: 706).

[4][4] Nicos Poulantzas señala que, así como hay estructuras económicas, políticas e ideológicas, también existen relaciones sociales económicas, relaciones sociales políticas y relaciones sociales ideológicas. (1971: 87)

[5] Semióticos, teóricos literarios y antropólogos han discutido sobre los sentidos, funciones y tecnologías de la escritura, desde los años 80, en las academias del norte.

[6] Fue escrita en 1940, pero la primera edición póstuma  es de 1951.

[7] “Por ahora es posible fijar dos grandes "planos" superestructurales; el que puede llamarse de la "sociedad civil", o sea, del conjunto de los organismos vulgarmente llamados "privados", y el de la "sociedad política o Estado", los cuales corresponden, respectivamente, a la función de "hegemonía" que el grupo dominante ejerce en toda la sociedad y a la de "dominio directo" o de mando, que se expresa en el Estado y en el gobierno "jurídico". Estas funciones son muy precisamente organizativas y conectivas. Los intelectuales son los "gestores" del grupo dominante para el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y del gobierno político, o sea: 1) del consentimiento "espontáneo", dado por las grandes masas de la población a la orientación impresa a la vida social por el grupo dominante fundamental, consentimiento que nace "históricamente" del prestigio (y, por tanto, de la confianza) que el grupo dominante obtiene de su posición y de su función en el mundo de la producción; 2) del aparato de coerción estatal, que asegura "legalmente" la disciplina de los grupos que no dan su "consentimiento" ni activamente ni pasivamente; pero el aparato se construye teniendo en cuenta toda la sociedad, en previsión de los momentos de crisis de mando y de crisis de la dirección, en los cuales se disipa el consentimiento espontáneo” (Gramsci, 1932).

 

[8] La más importante división del trabajo físico e intelectual es la separación entre la ciudad y el campo. […] Con la ciudad aparece la necesidad de la administración, de la policía, de los impuestos, etc., en una palabra, de la organización política comunal [des Gemeindwesens] y, por tanto, de la política en general. Se manifiesta aquí por vez primera la separación de la población en dos grandes clases, basada directamente en la división del trabajo y en los instrumentos de producción. […] (Marx y Engels, 1932: 42)

[9] Él dirigió un célebre levantamiento indígena en 1914, y conformó un movimiento que se manifestó en los años 20 y 30, que fue artífice de la restitución de los resguardos de Ortega y Chaparral, en 1938. Desde los años 20 y 30, “Lame y sus seguidores [f]ueron encarcelados, amenazados, y asesinados; sus reuniones disueltas, desterrados de su tierra, sus escuelas destruidas. A pesar de ello Lame nunca más [fue] parte de un movimiento armado; su resistencia [fue] siempre pacífica, combinando la acción legal con la organización de las comunidades.” (Proyecto…, s/f: 1)