Textos y
contextos (segunda época), 18
Poder, memoria y trabajo intelectual: de
la ciudad letrada a los intelectuales “nativos”
Recibido: 30-01-2019
Aprobado: 15-04-2019
Dra. Martha
Rodríguez Albán | m1rodriguez@yahoo.com
Facultad de Comunicación Social de la
Universidad Central del Ecuador
Resumen:
En este artículo, la autora actualiza
la reflexión sobre la noción gramsciana de intelectual orgánico. Más allá de los
lugares comunes, eso lleva a pensar el trabajo intelectual desde su incrustación
en las relaciones sociales, desde su rol productivo de estructuras ideológicas,
políticas y económicas. Es decir, permite pensar el trabajo intelectual como
constructor de relaciones de poder y/o dominación. Por otro lado, hace hincapié
en el hecho de que la escritura no es una condición indispensable para el
cumplimiento del trabajo intelectual, como lo muestran experiencias de
intelectuales indígenas y fronterizos del CRIC colombiano. Dichos intelectuales
apoyan proyectos emancipadores fundados en la restitución de su memoria
política. Entonces, más allá de las identidades colectivas construidas por las
academias del norte y por los intelectuales tradicionales, hay también
proyectos que redefinen identidades y utopías emancipadoras en tiempos de
modernidades y posmodernidades desiguales.
Palabras clave:
poder, memoria, trabajo intelectual,
intelectuales indígenas.
La
escisión del trabajo humano en categorías excluyentes (intelectual y físico) ocurre,
según señalaron Marx y Engels,[1] durante la larga transición “del régimen tribal al Estado” (1932:
41-42). Tal división se expresa de manera evidente y más radical en los siglos
XVII y XVIII, con los cambios en los medios de producción.[2] Son, pues, imperativos económicos y políticos los que
impusieron ese deslinde artificial. Una arista importante de ese evento son sus
implicaciones sociopolíticas y económicas de enormes proporciones: ha promovido
la estratificación social en grupos y/o castas, ha limitado las posibilidades
de desarrollo de comunidades o países (con la división internacional del
trabajo), y la realización vital/ laboral de individuos (con la división
internacional y local del trabajo). En suma, la división del trabajo (a niveles
global y local) si bien es producto del desarrollo de fuerzas productivas, a su
vez, también estructura procesos de dominación. Esta influencia mutua se aprecia
en los avatares y disputas de poder que sostiene el intelectual (figura que
surge en Occidente, a partir de la Ilustración), sobre todo desde inicios de la
Modernidad.
En el
presente trabajo, pretendo trazar un panorama breve sobre los vínculos entre trabajo
intelectual y ejercicio del poder, entendido éste como “la probabilidad de
imponer la propia voluntad sobre la conducta ajena” (Weber, 1922: 696). Me
enfocaré en tres contextos históricos que imprimieron modificaciones o ajustes
en esa relación: el inicio del capitalismo mercantil y de las colonias
hispanoamericanas; la Ilustración europea; y, en el siglo XX, un proceso de
resistencia política en Colombia. No busco trazar un gran arco, ni derivar
generalizaciones; tan solo revisar algunos elementos en esos tres contextos ―por demás vastos y complejos―, en los cuales se cristalizan aspectos importantes o
cambios en la relación trabajo intelectual y ejercicio de poder (o dominación);[3] relación que implica aspectos tan importantes como la
memoria y la construcción de identidades.
Antes que
nada, es necesario definir qué entiendo por trabajo intelectual y si éste
requiere, inexcusablemente, del ejercicio de la escritura. La actividad
intelectual es una categoría vasta ligada a la dimensión simbólica del ser
humano: a través de ella, éste produce significaciones, que pueden centrarse en
lo lingüístico o en el orden de lo práctico. El primer caso no requiere de
mayor explicación: es un lugar común pensar al intelectual como una persona “de
letras” impresas: con vastas lecturas y dominio de la palabra escrita. Pero la
idea es que, más allá de que se los identifique o no como intelectuales,
también lo son quienes emplean conocimientos para generar otros nuevos, o
quienes trabajan en la enseñanza y propagación de ideas; quienes están ligados
a la producción en el ámbito de lo simbólico, en definitiva, aunque no
necesariamente trabajen con la palabra escrita.
Se trata
de un concepto vasto de intelectuales, que deriva de la noción que propone el
filósofo y político italiano Antonio Gramsci (1891-1937), para quien es
indispensable pensar el trabajo intelectual imbricado con la política y en un
contexto de relaciones sociales; esto es, siempre de cara a un poder
hegemónico: sea para mantenerlo o desafiarlo. Él sustenta su planteamiento
desde una perspectiva metodológica, y responde a una pregunta cauta: “¿Cuáles
son los límites ‘máximos’ de la acepción de ‘intelectual’? […] El error
metódico más frecuente me parece que consiste en buscar ese criterio de
distinción en el núcleo intrínseco de las actividades intelectuales, en vez de
verlo en el conjunto del sistema de relaciones en el cual dichas actividades
(y, por tanto, los grupos que las personifican) se encuentran en el complejo
general de las relaciones sociales” (1932).
Lo que propone Gramsci es un giro metodológico para pensar o estudiar a los intelectuales;
giro necesario para rebasar lo que muestran la observación empírica y la doxa: que
el trabajo intelectual es muy diferente del que implica a la fuerza muscular.
Gramsci supera este lugar común y recuerda el rol de producción ideológica y
política que realizan los intelectuales. Propone, entonces, que esta categoría
incluye, además de los productores de la “alta cultura”, a:
todos
aquellos que desarrollan funciones organizativas en la producción, la política,
la administración, la cultura, etc. No sólo los escritores y artistas, sino
también los maestros de escuela, los políticos profesionales, los
administradores, los técnicos, los arquitectos, etc., en tanto participan en la
labor de producción, reproducción y difusión de valores, modos de vida,
modos de actividad, principios de organización del espacio, etc. […]. En tanto
el poder se estructura, existe y se ejerce en todos estos intersticios de lo
social, y la hegemonía de la clase dominante se enraíza en ellos, intelectuales
serán los encargados del funcionamiento del aparato hegemónico, o aquellos que
con su actividad contribuyen a la construcción de espacios de contrahegemonía. (Acanda,
2007: 23-24)
Esta noción señala una
realidad velada: que el trabajo intelectual está incrustado en las relaciones
sociales, y que la división del trabajo es impuesta por requerimientos
económicos y políticos a nivel internacional y local (el poder se ejerce y se sostiene a
través de dinámicas en las relaciones, en las diferentes esferas de la sociedad:
en las relaciones sociales económicas,
relaciones sociales políticas y
relaciones sociales en lo ideológico).[4]
Hay un segundo argumento
que da apoyo a la división del trabajo, en el que no hicieron énfasis Marx ni
Gramsci, pero en el que sí repararon críticos contemporáneos de la teoría
poscolonial. Muestran que el desarrollo de la escritura naturalizó la división
del trabajo en la Modernidad, al punto de que se piensa que el trabajo
intelectual es indisoluble de aquella. En contra de tal noción, un activista
indígena colombiano afirma que, si un intelectual es quien produce
conocimiento, el chamán de su comunidad es el único merecedor de tal nombre
(Rappaport, 2005: 25). Y huelga insistir en el rol cohesionador social y
productor de significados que desempeña el chamán, aunque no sepa leer ni
escribir (de hecho, la fijación de conocimientos en soportes diversos ha tenido
distintos roles sociales históricos) (Mignolo, 2004:
237-244). Walter Mignolo resume este debate, ya no
desde el ámbito de la praxis, sino desde el enunciado académico;
adicionalmente, marca los límites del aporte que Jacques Derrida realizara a
esta discusión:
In order to overcome both the dichotomy between speech and writing and
the surrogate roles given to writing over speech in the European classical
tradition, Derrida introduced the notion of ‘archi-writing’
and made a significant move to anchor his argument in the human process of
signification, rather than in the distinction between speech and writing. While
this move opened up a panoramic vista, Derrida’s argument –however- remained
very much within the narrow European classical tradition, […] it remained
within the fabrication of the European self-belief in the superiority of speech
over writing and a conception of a civilizing process in which writing played a
crucial role within a wide range of social activities. (Mignolo,
1994: 306)
A la luz
de trabajos de críticos poscoloniales y de la teoría gramsciana de la hegemonía,
resulta evidente que la escritura no es consustancial a la producción de
significados/saberes/conocimientos.[5] Pero esa realidad ha sido negada sistemáticamente por los
discursos letrados occidentales contemporáneos, por “razones de poder”: la niegan para sustentar la exclusión del otro, para afianzar su dominio y
restringir el ingreso de nuevos actores al campo intelectual, tanto a nivel
global como local. Hoy por hoy, esta exclusión se expresa en una división
geopolítica del trabajo: los académicos de los países del centro económico
consideran que solo ellos son capaces de producir conocimiento, y relegan a los
intelectuales de países periféricos a otras tareas (o los encierran en nichos
de conocimiento que funcionan como ghettos). Por situaciones como ésta, la académica hindú Gayatri Spivak (n. 1942) sostiene
que el subalterno no puede hablar; primero, porque sus códigos no se
corresponden con el logos
“civilizado” con el que hablan los detentadores de los poderes oficiales
(academia, gobiernos) en países colonizadores; segundo, porque se mantienen las
relaciones de poder que convierten al otro
en un objeto.
Spivak devela
que, detrás de las buenas intenciones de intelectuales del primer mundo que
pretenden hablar por el subalterno, lo que se produce es una reafirmación de la
mirada que coloca a aquel como incapaz de pensar y de decir. Comenta, al respecto: “Ni Deleuze ni Foucault parecen conscientes de que el
intelectual dentro del capital socializado, esgrimiendo la experiencia
concreta, pueda ayudar a consolidar la división internacional del trabajo” (Spivak:
307). A la postre, entonces, aquellos
intelectuales reproducen posturas neo-colonialistas
que cosifican al otro distinto: lo
estudian como a un objeto, le adscriben atributos que lo ubican en un pasado
idílico o en un futuro sin conexión con la contemporaneidad, todo lo cual reproduce
las relaciones de dominio. Se trata de un planteamiento radical de Spivak, que se inspira en su propia experiencia vital en un
país colonizado (India), y que recuerda a la situación de las excolonias
hispanoamericanas.
En este punto, coinciden Spivak
y el crítico palestino Edward Said (1935-2003). Y añaden una idea más: la
sustentación de ese poder excluyente del otro
(el de países periféricos) se fundamenta en una construcción ficticia; se le
inventa una esencia cuyo objetivo último es la dominación, la expulsión del
otro del campo de la civilidad y, con ello, de la posibilidad de mirarlo como
un par, como alguien que piensa y produce significados/ saberes/ conocimientos; como
alguien con quien establecer un diálogo.
Said estudia, en Orientalismo (1978), la genealogía de algunos objetos de interés en las Áreas de estudio de las universidades
estadounidenses; ellas surgieron a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando nacieron
y también crecieron de manera inusitada los departamentos de Letras y Lenguas
Extranjeras. Said vincula este desarrollo con una política de los departamentos
de Estado, en su búsqueda de infiltrarse en la cultura del otro, y denuncia la relación entre las universidades y el Estado,
en el contexto de la Guerra Fría. Plantea que al otro que proviene de la periferia se le asigna una identidad
ficticia. Si se acepta que la ficción es la representación psíquica que uno se
hace de una parcela de la realidad (representaciones psíquicas de los
acontecimientos, que son rearticuladas por el sujeto que investiga), se
entiende su rol clave en la escena social. De ello se desprende que toda
representación resulta equívoca; y lo son, más aún, las representaciones que los
países del centro realizan sobre las culturas periféricas, pues están guiadas
por razones políticas.
En buena parte, esta construcción respecto del otro, en Occidente, encuentra uno de sus
mejores recursos en el dispositivo de la escritura, postulado como consustancial
a la producción de conocimiento; por eso la escritura ha acompañado a procesos de estratificación social como
dispositivo para reafirmar la división del trabajo, como se aprecia desde los
albores de la modernidad capitalista occidental, en el siglo XV. En este
ensayo, reflexionaré, en primer lugar, sobre el contexto de inicios de la Modernidad,
enfocándome en las relaciones entre trabajo intelectual y poder que se dieron desde
entonces.
La
modernidad capitalista se ha mostrado ambivalente y contradictoria, según
plantea el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría (1941-2010). Por un lado,
fue una promesa de satisfacción material de la humanidad, pero al mismo tiempo
se ha fundamentado, para realizarse y afirmarse, en “una organización de la
vida económica que parte de la negación de ese fundamento” (Echeverría, 1995:
166). Se trata de un
fenómeno global y globalizador, vinculado
con el
“carácter peculiar de una forma histórica de totalización civilizatoria de la
vida humana” (Ibíd.: 138). Su fundamento es el de la modernidad capitalista
industrializada, conformada “en torno al hecho radical de la subordinación del proceso
de producción/ consumo al ‘capitalismo’ como forma peculiar de acumulación de la riqueza mercantil” (Ibíd.:
143). Es a causa de tal subordinación que,
en los procesos de la modernidad occidental, aparece en su mejor expresión el
uso funcional del conocimiento en la consolidación de elites dominantes.
Echeverría
recuerda que la humanidad se erige sobre la base del logocentrismo, “en la misma
medida en que ella hace de todos sus comportamientos realidades semióticas” (Ibíd.:
194). Temprano en su historia se
configuró la logocracia,
que implicaba restricciones a ciertos contenidos que se apartaban del uso “civilizatorio”
del logos vinculado a la religión:
“la comunicación lingüística reduce y condensa para ello su función mitopoyética; la encierra en el cultivo hermenéutico de un
texto sagrado y su corpus dogmático” (Ibíd.:
194). Más adelante, con el desarrollo
de la modernidad capitalista, se produjo una segunda reconfiguración del logos; esta vez se lo subordinó –como ocurrió
con todos los procesos materiales y simbólicos de la actividad humana- a los
intereses del capital. En esta segunda reconfiguración, se privilegió la
función referencial de la palabra, en detrimento de todas las demás: ahora se
trata de “hacer del hecho comunicativo [exclusivamente] ‘un instrumento de
apropiación cognoscitiva’ de ese ‘algo’, de ‘lo real’” (Ibíd.:
198).
En nombre del progreso, entonces, se ha separado irremisiblemente dos
funciones primordiales del lenguaje: la función referencial (cuyo objetivo básico
es transmitir información: por ello resultó cara al desarrollo de la ciencia) y
la función poética (centrada en la producción de nuevos sentidos, gracias a su
enorme carga simbólica). Podría pensarse que tal escisión es paradójica, en
tanto ella ocurre en el contexto del proyecto Ilustrado; pero esa ruptura es
coherente al analizar sus luchas por el poder (verdaderas conductoras del
proyecto). Porque si el discurso de la Ilustración
promovía el desencantamiento del mundo ―evento clave en la lógica civilizatoria―, buscaba con igual tenacidad un
segundo objetivo: “La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en
continuo progreso, ha perseguido desde siempre […] liberar a los hombres del miedo
y constituirlos en señores” (Horkheimer y Adorno, 1944: 59). Esta ansia de
poder ―para
ejercerlo sobre sí mismo, sobre otros seres humanos y sobre la naturaleza― halla en el conocimiento un medio para
realizarse, y configura la relación íntima, simbiótica, entre conocimiento y
poder. “Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de
ella para a dominarla por completo, a ella y a los hombres” (Ibíd.:
60).
Aquel
abismo entre las funciones referencial y poética del lenguaje condujo a
redefiniciones del trabajo intelectual y de la escritura, en una afirmación más
clara de sus vínculos con lo político. El lenguaje denotativo se convierte,
desde el Siglo de las Luces, en el instrumento idóneo para la transmisión y
acumulación enciclopédica de conocimiento ―no de saber―, anulando en este proceso a la
intuición, la poesía, las artes en general; son portadoras de verdad, en tanto
la imagen, y el signo mantiene su significado en ellas (pruebas al canto: la
fuerza y la veracidad de la metáfora del Angel Novus, de Benjamin,
que se mencionará más adelante).
Esta
escisión en el lenguaje era una manifestación clave de la división del trabajo:
“Con la precisa separación entre ciencia y poesía la división del trabajo,
efectuada ya con su ayuda, se extiende al lenguaje. En cuanto signo, la palabra
pasa a la ciencia; como sonido, como imagen, como auténtica palabra, es
repartida entre las diversas artes, sin poderse recuperar ya mediante su adición, su sinestesia o el ‘arte total’” (Ibíd.:
72). Al imponer esta fisura en el
lenguaje, la impone sobre todos los ámbitos de la existencia del ser humano: el
Iluminismo define los límites entre aquello que está permitido por la
civilización ―el orden,
el esfuerzo, el trabajo― y aquello que debe ser condenado, controlado o reprimido ―el placer, el disfrute del ‘aura’ en la
naturaleza y en el arte, la presencia del mito en el lenguaje―. La escisión en el lenguaje refleja,
incluso, una prohibición de goce en la existencia humana, prohibición que
necesita sublimarse mediante la neurotización, la
narcotización, o en el aplauso ―que es un grito reprimido, que clama la liberación, cuando
alguien contempla una obra de arte―. Los límites impuestos al lenguaje alcanzan todos los
ámbitos de la existencia humana, ya que es el logos lo que la constituye.
Pero
aquel no es el único efecto del progreso sobre el lenguaje. En el ámbito de la
filosofía, se produce también un vaciamiento del sentido de las palabras, con
la separación entre intuición y concepto. La intuición ―minusvalorada― queda en el reducto de la poesía,
“proscrita por la doctrina de las ideas”, de la misma forma que antes la
religión prohibía el principio de la magia (Ibíd.: 73). Esa falta de complemento con el mito (depositario de
verdades ancestrales) potencia las posibilidades de existir en medio de
discursos falaces, de construcciones elaboradas para mantener sumisas a las
masas: “la suspensión del concepto, ya fuera en nombre
del progreso o en el de la cultura ―que secretamente se habían puesto de acuerdo hacía tiempo
contra la verdad―, ha dejado el campo libre a la mentira” (Ibíd.: 93). Paradójicamente, ese efecto
sobre la filosofía incide, a la larga, en el propio proyecto ilustrado, y
coarta sus promesas de reducir el sufrimiento de los individuos (Ibíd.: 93-94). En su realización actual, el
proyecto iluminista es incapaz de liberar al ser humano de las carencias y del
sufrimiento.
Con una desesperanza similar, Walter Benjamin
expresa también los vínculos de la nueva logocracia
con lo político. En su texto “Sobre el concepto de historia”, (1951)[6] resalta las implicaciones de la crisis de la memoria
histórica y política en la modernidad occidental. Uno de los fragmentos que lo componen es
una memorable y poderosa metáfora de lo que significa el progreso: un huracán
arrasador que, desde el Paraíso, empuja al horrorizado ángel de la historia
hacia adelante; éste ha vuelto su rostro hacia el pasado, que le semeja “una
única catástrofe que constantemente amontona ruinas sobre ruinas, arrojándolas
a sus pies” (1951: 140); quisiera volar, correr, pero el viento no le permite
desplegar sus alas, por lo que es arrastrado sin remedio hacia un futuro donde
no existe nada más que la indetenible acumulación de ruinas, dolor y muerte,
generadas por el huracán del progreso. Es una imagen con la implacable claridad
de las metáforas ―fuerza metafórica devaluada y sometida
en el logos contemporáneo―, que muestra una verdad.
Benjamin alude también, con esa imagen, a la devastación que
implica para la humanidad la pérdida de la memoria histórica, íntimamente
imbricada ―narración humana, como es― con el lenguaje. Para
reconstruirla, sus restos deberán articularse de manera que promuevan la
emancipación ―narrada desde los subalternos―, resistiendo a la
memoria paralizadora promovida por grupos dominantes. Benjamin lamenta esa pérdida del pasado, pero su nostalgia no es aristocrática
ni conservadora; es una postura crítica que echa en falta el aura del arte y
los destellos inasibles del pasado como elementos liberadores: “La imagen
verdadera del pasado pasa de largo velozmente. El pasado sólo es
atrapable como la imagen que refulge, para nunca más volver, en el instante en
que se vuelve reconocible. […] Porque la imagen verdadera del pasado es una
imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca
aludido en ella” (1951: 21).
En “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936), Benjamin define al aura como “un entretejido muy especial
de espacio y tiempo: aparecimiento único en una lejanía, por cercana que pueda
estar” (49). Ella es portadora de un vital sentimiento de autenticidad el cual,
con la secularización del arte (cuando las obras son reproducidas en serie, debido
al desarrollo técnico), “entra en el lugar del valor de culto”(1936:
52), vinculada ahora al mercado y/o a objetivos políticos. Dice Benjamin: “Cuando llega el instante en que el criterio de
autenticidad falla ante la producción artística, es cuando la función social
del arte, en su conjunto, se ha trastornado también. En lugar de su
fundamentación en el ritual, debe aparecer su fundamentación en otra praxis, a
saber, su fundamentación en la política” (1936: 63). Ésa es su preocupación
esencial: la reducción del sentimiento estético al “valor de culto” y la
difusión amplia de esta forma mutilada del arte en el mundo de la vida, con
fines políticos no emancipadores. En el momento histórico en que Benjamin escribe, en Europa disputaban, en lo político, el
fascismo en ascenso y las fuerzas de izquierda; el horror de Benjamin es la percepción de esa estetización política de
la vida, de la mano del proyecto fascista.
Si el rol de la obra de
arte cambió al entrar al servicio de intereses apartados de la percepción
estética, obviamente se modificó también el rol de los
intelectuales. Antonio Gramsci, contemporáneo de Benjamin,
reflexiona sobre las causas del ascenso del fascismo en Europa, en los años 20
y 30. Se pregunta, de manera directa, por el rol del intelectual y del arte en
la construcción de objetivos políticos ligados a la “reforma moral e
intelectual”. Según se indicó, Gramsci plantea que, para el afianzamiento de un
poder político, se requiere del concurso del sector social de los
intelectuales, además de los tradicionales aparatos ideológicos coercitivos del
Estado. Porque todo intelectual ―deliberadamente o no― es orgánico: bien con el afianzamiento
de un poder hegemónico, o con el proyecto que busca desestabilizarlo. El
trabajo de los intelectuales tiene que ver entonces, siempre, con los
subalternos. No realiza construcciones idealizadas sobre ellos, sino que
reflexiona sobre su rol, en la construcción de un proyecto emancipador, basado
en la “reforma moral e intelectual” de la sociedad, conducida por los
subalternos y bajo la dirección del Partido.
Gramsci
nos previene de la errónea y simplista presunción de que la hegemonía se ejerce solo a través de la
cultura “oficial” o “alta cultura”.[7] Adicionalmente, contrapone el
concepto de “sentido común” (ideas naturalizadas, funcionales a los poderes
hegemónicos) al de “buen sentido” (sentido crítico); ello permite aproximarnos
a las culturas populares sin esencializarlas y sin
mirarlas como fundamentos de la resistencia. Gramsci nos recuerda “el carácter internamente contradictorio de la cultura popular, en tanto
producto social, y por ende resultado del entrecruzamiento de relaciones de
fuerza de signo muy diverso, y portadora, en consecuencia, no sólo de elementos
de oposición y resistencia de las clases subordinadas al poder, sino también de
elementos de la hegemonía de la clase dominante” (Acanda,
2007: 33).
Hasta aquí he reflexionado sobre la reconstrucción general del logos con el inicio de la modernidad
capitalista, y con su devenir hasta el ascenso del fascismo. Hay otro momento
histórico importante en la definición de las relaciones entre la palabra y el
poder: la Colonia, en Hispanoamérica. Iniciada en el siglo XV, ella antecede a
la Ilustración; pero las ideas de ésta se relacionan con el cierre de este período
colonial. Ambos proyectos ―el económico-político de la Colonia española y el
político-ideológico de la Ilustración― eran antagónicos; los impulsaron fuerzas
sociales distintas, que disputaron en diversos escenarios de Europa y América,
entre los siglos XVIII y XIX. Ahora paso a revisar el rol de la palabra escrita
en el proyecto colonial hispano.
Salvando las diferencias, la
experiencia de Gayatri Spivak
en los países neo-coloniales
del siglo XX resulta cercana a situaciones de las colonias hispanas de los
siglos XVI-XVII. El escritor Serge Grusinski (n. 1949)
plantea que, en el México colonial, el empleo de la imagen religiosa
(concretamente, de la Virgen de Guadalupe) fue un dispositivo basado en el
sincretismo, que buscaba “seducir a los indios” con la imagen y con sus
prodigios (1994: 106). Adicionalmente, fue una estrategia en la construcción de
la subjetividad del otro colonizado,
de manera que lo expulsó de la posibilidad del diálogo con el sujeto
colonizador; al ubicarlo por fuera de su propio espacio, de su mirada y de su
contemporaneidad, no le reconoce otra agencia que “la capacidad subjetiva de
evocación surreal” (1994: 113). Este es un objetivo político, que presenta a la
Iglesia como mediadora (doble mediación, en este caso) en la relación del subalterno
con lo divino. Implica que éste es incapaz de pensar, de ser un humano pleno,
en definitiva. Esta experiencia colonial, anterior al proyecto Iluminista,
revela cómo el empleo de la capacidad simbólica condujo claramente a la creación
de castas de intelectuales en las colonias de Hispanoamérica; castas que
ubicaron al otro en un papel de subalterno carente de
logos y de civitas.
Pero es
el ensayista uruguayo Ángel Rama (1926-1983) quien reflexiona de manera detallada
y específica sobre el rol de la palabra en la construcción del poder
colonizador, en la región. La ciudad
letrada es un concepto acuñado por Rama, que alude a la comunidad de
intelectuales que, a inicios de la Colonia, fue la intérprete y ejecutora de
las políticas de la Corona española en América. Se refiere a quienes dominaban
la palabra escrita; en sus inicios conformada mayoritariamente por religiosos, hubo
un proceso de secularización con la expulsión de los jesuitas, en 1769. De
manera general, estaba constituida por: “una pléyade de religiosos,
administradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores
intelectuales, todos esos que manejaban la pluma” (1984: 32); todos ellos
servían al poder imperial “mediante leyes, reglamentos, proclamas, cédulas,
propaganda y mediante la ideologización destinada a sustentarlo y justificarlos”
(Ibíd.: 43).
El dominio fue, pues, el objetivo central del proyecto político de la ciudad letrada.
La
palabra que trajeron los invasores era un logos
consistente, sólido portador de un único sentido: la verdad y la voluntad
divinas ―incluso
el Rey ejercía por voluntad de Dios―. Era un sistema de poder que se enfrentaba, en nuevo
escenario, al mito y a la falta de fe (sinónimos de la condición salvaje). Si
bien entonces no existía un logos
instrumental, palabra y escritura ejercieron su rol en la construcción de la subjetividad
y la memoria del otro. La evangelización y la educación fueron
sus objetivos declarados, pero el proyecto político de la ciudad letrada buscaba consolidar un sistema de dominio; su poder
derivó de una cierta superioridad técnica (la letra impresa) y de una hábil
lucha y una experiencia previa de disputas en el campo de lo simbólico. Rama nos recuerda que las ciudades letradas se fundaron en
tiempos de las gramáticas de Port-Royal y de Nebrija: aquellos eran tiempos de
un mundo que se abría a la conquista y hermenéutica de los signos; es en
relación con ello que Rama justifica el nombre de ciudad letrada: “porque su acción se cumplió en el prioritario
orden de los signos y porque [por] su implícita calidad sacerdotal, […] los
signos aparecían como obra del espíritu” (Ibíd.: 32). La fuerza que
otorgaba la hermenéutica de los signos sustentó el poder de la ciudad letrada.
Así pues,
las ciudades reales ―con su división del trabajo―[8] y las ciudades letradas ―con su profusa construcción simbólica― surgieron juntas, y se alimentaron
mutuamente en América. Representaban el polo positivo de la oposición
civilización/barbarie, binarismo que resume la forma en que Europa empezó a
pensarse y definirse a sí misma, y a pensar y definir una identidad del otro como salvaje. Esa identidad
construida ubica al otro como incapaz
de acceder al logos y sus misterios (recuérdese que la palabra escrita
tenía carácter sagrado; la
escritura se erigió como una suerte de “religión secundaria”, dice Rama) (Ibíd.: 37). Con este
giro (que fundamentaba la logocracia en la palabra
escrita) justificaron que el aprendizaje y el empleo de la escritura se
reservara a las élites; con esa primera exclusión, apoyada en la ruptura del
sistema y formatos prehispánicos de “libros” y de transmisión de información, (Cfr.
Mignolo, 2004: 227-244) la ciudad letrada reafirmó su dominio.
Nada
nuevo entonces sobre la mirada neocolonial en el paisaje intelectual de las academias del centro, en el
siglo XX, que relatan Spivak y Said. Nada nuevo tampoco
en la construcción que no ha reconocido, secularmente, la capacidad de los
subalternos para pensar, leer, escribir y realizar usos instrumentales de la
palabra [desvirtuando esos asertos, Frank Salomon reconstruye
meticulosamente los usos y relaciones con la letra impresa, de comunidades
periféricas de los Andes peruanos. (Cfr. Salomon y
Miño Murcia, 2011)]. Nada nuevo, finalmente, en las palabras del intelectual y diplomático
ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide (1884-1965), cuando pone en duda que el indio
posea espiritualidad, que sea capaz de sentir: “¿Qué tenía, el infeliz, de
humano? Apenas su apariencia, su posición vertical. […] El pobre indígena […]
baila al mismo son con que llora. Y es quizás, más bien el hombre blanco quien,
removido, turbado por ese lamento de edades sin edad, le atribuye [a la
melodía] un alma, un sentido, que acaso no lo tiene en su pobre origen” (1929:
78); y zanja cualquier duda con este sello: “la única medida humana del
universo es el hombre; y éste no es humano sino cuando piensa, sabe y medita” (1929:
68): precisamente lo que, a su criterio, no manifiesta el indio.
Volviendo
al texto de Rama, el autor plantea que hubo varios momentos en que la ciudad
letrada debió reconfigurar su labor, conforme cambiaban los dueños del poder: después
de las guerras de independencia, los letrados se reubicaron en las instituciones
criollas, al mando de las nuevas autoridades. Rama denomina a este gesto: “la
reconversión de la ciudad letrada al servicio de los nuevos poderosos surgidos
de la élite militar, sustituyendo a los antiguos delegados del monarca. Leyes,
edictos, reglamentos y, sobre todo, constituciones, antes de acometer los
vastos códigos ordenadores fueron [su] tarea central” (Ibíd.: 53).
Una
reconversión adicional se produce en el período de las modernizaciones: desde
fines del siglo XIX hasta la primera década del siglo XX, dice Rama (pero se
conoce que las modernizaciones se extendieron hasta los años 50, pues no se dieron
de modo uniforme entre países, ni dentro de un mismo país). Plantea que, por
entonces, hubo una cierta pervivencia de la relación entre los estados que se
fortalecían, y los letrados que cumplían la función de “ideólogos” (filósofos,
educadores, politólogos); algunos optaron ―en los países más grandes y con
modernizaciones más tempranas e intensas―, por oficios de la letra que en
principio les ofrecieron mayor independencia ideológica: el periodismo, el
cultivo del ensayo o de la crítica. Rama no da cuenta en detalle de otros
procesos de estas décadas: los que ocurrían en la militancia conjunta de intelectuales
de sectores medios y líderes de sectores subalternos, con resultados que
visibilizaron a varios de estos últimos.
Esto nos
conduce a un tercer momento (no cronológico, sino de análisis en este trabajo),
en que se producen giros significativos en la relación entre intelectuales y poder.
En el siglo XX, ha habido diferentes experiencias que buscan la emancipación,
revirtiendo la relación entre logos y
política en favor de proyectos de grupos subalternos: desde los aportes de
intelectuales vanguardistas en el arte y la militancia política, en los años 20
y 30 en Latinoamérica, hasta el auge de la literatura del testimonio de
subalternos, en los años 70 y 80 (Viezzer, 1985;
Burgos, 1985); o los trabajos de recuperación de la memoria histórica (en
Colombia: Fals Borda, 1979; en Paraguay: Escobar, 2004); o los de recuperación
de la memoria política en la región, sobre todo en los países del Cono Sur, desde
1980. Uno de los ejemplos más significativos es el rescate de la memoria política del líder indígena nasa (paez)
Manuel Quintín Lame (1880-1962),[9] en Colombia. Trabaja en ello, desde 1971, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC); éste reúne a
autoridades tradicionales y comunidades indígenas de ese departamento, en
trabajo con numerosos activistas.
Cercana
al CRIC, la antropóloga estadounidense Joanne Rappaport (n. 1943) realizó un
estudio etnográfico en la región, en varios momentos, desde los años 70. Se
trata de una investigación colaborativa, pues su trabajo une la
investigación-acción participativa y realiza co-teorización
con los intelectuales de la comunidad sobre el marco conceptual y las
interpretaciones de los procesos y la actividad política del CRIC. En Intercultural utopias
(2005), Rappaport estudia la memoria política de activistas y miembros del
CRIC, enfocándose en la configuración y concepciones de los intelectuales de la
etnia nasa: los activistas indígenas (intelectuales
orgánicos), los llamados colaboradores, los maestros locales, los chamanes
y los políticos o representantes de las ONGs. Es un texto
útil para reflexionar sobre la complejidad y heterogeneidad de un grupo social:
el de los intelectuales; características que tienen mucho que ver con su
posición en relación con las fuerzas productivas: no están ligados de manera
directa a la estructura económica, sino a otro nivel estructural de la
sociedad: el ideológico (Cfr. Poulantzas, 1971: 98).
Los
activistas indígenas del programa educativo del CRIC buscan una construcción
hegemónica con su trabajo (Rappaport, 2005: 10-11). Sus tareas son: educativas,
políticas (participan de la organización, de cabildos y otras instituciones) y
lingüísticas: traducen textos (la Constitución, textos académicos) del
castellano al Nasa Yuwa, mecanismo a través del cual
se apropian y discuten los conceptos implicados. Por su identidad étnica ellos
se autodiferencian de otros indígenas que estudiaron y se incorporaron a la
cultura dominante (Ibíd.:
11). Hay intelectuales que no escriben, pero participan de la reflexión,
discusión y apropiación de conceptos que emplea la academia; otra fuente de
reflexiones son sus propias vivencias, su militancia. No producen conocimiento
académico, sino que promueven el activismo local desde una perspectiva cultural
contestataria; su enfoque es étnico (esencialista) e intercultural (desde una
concepción de interculturalidad que difiere del multiculturalismo
estadounidense, que “promueve la tolerancia, pero no la igualdad”) (Ibíd.: 5). El
discurso de estos activistas culturales (intelectuales
indígenas públicos) es diferente del de los políticos indígenas (discurso más plegado a modalidades y
contenidos “universales” del quehacer político); también difieren en los
espacios en que se mueven, pero sus objetivos políticos son comunes (Ibíd.: 12).
No les
agrada que los llamen intelectuales (Ibíd.: 12); prefieren ser identificados como activistas ocupados en tareas intelectuales,
y quieren diferenciarse de aquellos que Rappaport llama intelectuales tradicionales ―en la acepción gramsciana―: sacerdotes, políticos tradicionales, tinterillos, maestros (no nativos e indígenas que renunciaron a su
especificidad étnica); ellos no son orgánicos al proyecto (como tampoco lo son
los mestizos urbanos, castellano-hablantes, de la élite de Popayán, y unos
cuantos mestizos ligados a poderes políticos locales) (Ibíd.: 13).
El CRIC
se relaciona también con intelectuales metropolitanos (académicos colombianos),
cuyo discurso puede interesar a los indígenas, pero que no son orgánicos al
movimiento; se los percibe como outsiders,
aún si su presencia es aceptada o tolerada por los del CRIC; algunos dan, a
veces, el giro de adhesión a los objetivos y militancia en el CRIC (Ibíd.: 13). Entre
los otusiders,
hay otros que sí son orgánicos al movimiento: sacerdotes radicales que plegaron
hacia la cosmovisión indígena; colaboradores
de las actividades del CRIC (participan en las discusiones, pero no
publican sus textos en formatos académicos internacionalmente aceptados);
oficiales de proyectos; ayudantes afiliados a la academia (Ibíd.: 14-15).
Todos
ellos juegan un rol importante en el trabajo del CRIC, lo cual abona a la idea
de una definición gramsciana de intelectual orgánico con nuevas aristas, en
trabajos colaborativos como éste del Valle del Cauca. Igualmente
complejas son las relaciones internas entre la oficina regional del CRIC y los
niveles locales de acción (sus diferencias en discursos: los primeros, más
ligados a teorías marxistas; los segundos, a la búsqueda de diálogo con otros
grupos subalternizados); pero los proyectos se
construyen en la intersección entre estos dos niveles (Ibíd.: 15). Más adelante, Rappaport
también revela las relaciones de la producción de los llamados intelectuales fronterizos con el resto
de intelectuales orgánicos, así como con productores de
otros saberes, como los chamanes. En suma, este trabajo es un interesante motivo
para pensar en la complejidad y heterogeneidad de actores, relaciones y tareas
que se reúnen en la noción gramsciana de intelectuales.
Para concluir este ensayo, diré que uno de los aciertos de
esa noción de intelectual orgánico es
que restituye al trabajo intelectual su condición de incrustación en las
relaciones sociales tanto como en las estructuras de producción ideológica,
política y económica; en consecuencia, permite pensar al trabajo intelectual
como constructor de relaciones de poder y/o dominación. Por otro lado, también
se ha insistido en que la escritura no es una condición indispensable para el
cumplimiento de trabajo intelectual, como lo muestran claramente experiencias
de intelectuales indígenas y fronterizos del CRIC colombiano (varios
de sus intelectuales orgánicos apoyan
proyectos emancipadores de restitución de la memoria política desde los propios
sectores subalternos). Más allá de las identidades del otro construidas por las academias del norte y por los intelectuales tradicionales ―fósiles de la ciudad letrada―, hay también proyectos que redefinen identidades y utopías
emancipadoras, en tiempos de modernidades y posmodernidades desiguales. Esos
proyectos se basan en el rescate de la memoria histórica, a partir de los
restos dejados por el huracán del progreso, como sugiere la metáfora del Angel Novus, de Benjamin. Para reconstruir la memoria, tales restos deberán
articularse de forma que se promuevan la emancipación: esto es, enunciándose
finalmente desde los subalternos.
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[1] Larga transición que va a la par
de otra: la división entre los instrumentos de producción “producidos por la
civilización” y los instrumentos “naturales”. “La
más importante división del trabajo físico e intelectual es la separación entre
la ciudad y el campo. […] [Ella] sólo puede darse dentro de la propiedad
privada. Es la expresión más palmaria del sometimiento del individuo a la
división del trabajo, a una determinada actividad que le viene impuesta,
sometimiento que convierte a unos en limitados animales urbanos y a otros en
limitados animales rústicos, reproduciendo diariamente esta oposición de
intereses” (Marx y Engels
1932: 55-56).
[2] Marx y Engels afirman
que “la verdadera división del trabajo sólo se convierte en verdadera división
a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el intelectual”; (1932: 32) esto solo ocurre
durante el “tercer período de la propiedad privada desde la
Edad Media, [que dio origen a] la gran industria y, con ella, [a] la aplicación
de las fuerzas naturales a la producción industrial, la maquinaria y la más
extensa división del trabajo” (Ibíd.: 68).
[3] Weber la define como “la
probabilidad de hallar obediencia a un mandato determinado”(1922: 706).
[4][4] Nicos Poulantzas
señala que, así como hay estructuras económicas, políticas e ideológicas,
también existen relaciones sociales económicas, relaciones sociales políticas y
relaciones sociales ideológicas. (1971: 87)
[5] Semióticos, teóricos literarios
y antropólogos han discutido sobre los sentidos, funciones y tecnologías de la
escritura, desde los años 80, en las academias del norte.
[6] Fue
escrita en 1940, pero la
primera edición –póstuma– es de 1951.
[7] “Por ahora es posible fijar dos grandes "planos"
superestructurales; el que puede llamarse de la "sociedad civil", o
sea, del conjunto de los organismos vulgarmente llamados "privados",
y el de la "sociedad política o Estado", los cuales corresponden,
respectivamente, a la función de "hegemonía" que el grupo dominante
ejerce en toda la sociedad y a la de "dominio directo" o de mando,
que se expresa en el Estado y en el gobierno "jurídico". Estas funciones
son muy precisamente organizativas y conectivas. Los intelectuales son los
"gestores" del grupo dominante para el ejercicio de las funciones
subalternas de la hegemonía social y del gobierno político, o sea: 1) del
consentimiento "espontáneo", dado por las grandes masas de la población
a la orientación impresa a la vida social por el grupo dominante fundamental,
consentimiento que nace "históricamente" del prestigio (y, por tanto,
de la confianza) que el grupo dominante obtiene de su posición y de su función
en el mundo de la producción; 2) del aparato de coerción estatal, que asegura
"legalmente" la disciplina de los grupos que no dan su
"consentimiento" ni activamente ni pasivamente; pero el aparato se
construye teniendo en cuenta toda la sociedad, en previsión de los momentos de
crisis de mando y de crisis de la dirección, en los cuales se disipa el
consentimiento espontáneo” (Gramsci, 1932).
[8] “La más importante división del trabajo físico e intelectual
es la separación entre la ciudad y el campo. […] Con
la ciudad aparece la necesidad de la administración, de la policía, de los
impuestos, etc., en una palabra, de la organización política comunal [des Gemeindwesens] y, por tanto, de la política en general.
Se manifiesta aquí por vez primera la separación de la población en dos grandes
clases, basada directamente en la división del trabajo y en los instrumentos de
producción. […]”
(Marx y Engels, 1932: 42)
[9] Él dirigió un
célebre levantamiento indígena en 1914, y conformó un movimiento que se
manifestó en los años 20 y 30, que fue artífice de la restitución de los
resguardos de Ortega y Chaparral, en 1938. Desde los años 20 y 30, “Lame y sus
seguidores [f]ueron encarcelados, amenazados, y
asesinados; sus reuniones disueltas, desterrados de su tierra, sus escuelas
destruidas. A pesar de ello Lame nunca más [fue] parte de un movimiento armado;
su resistencia [fue] siempre pacífica, combinando la acción legal con la
organización de las comunidades.” (Proyecto…, s/f: 1)