Textos y contextos Nº 21
162 • Noviembre 2020 - Abril 2021
HORACIO CASTELLANOS MOYA
la manipulación mercantil de las emociones, en donde toda singularidad parece disolverse en un universo
congelado la razón instrumental, aún existen rincones del mundo donde se teme la ira mortal de San Gonzalito
y su libro de la muerte, donde los enfermos convalecen y sucumben bajo enfermedades mágicas, enviadas
por el poder alquilado de algún shamán y sus flechas invisibles, donde los charlatanes de feria conservan aún
el poder la fascinación mientras instalan sus inverosímiles carpas de circo, con su legión de leones famélicos
y equilibristas del hambre, en aquella pequeña ciudad dibujada por los trazos inconstantes del petróleo?
Personajes de una selva transformada, de una selva herida, de unas periferias persistiendo en el es-
fuerzo de imitar a sus centros. Poblados donde cada quien intenta ganarse el derecho a la supervivencia, unos
de las formas más canónicas y otros de las no tan santas. Un paisaje poblado de ciudadanos del trópico: ase-
sinos a sueldo, mesalinas con demasiados años a cuestas, estafadores experimentados, arranchadores de es-
quina, colonos profesionales, mujeres supervivientes de las decenas de violencias que se entrecruzan en la
selva, en fin, un ejército imperceptible de sombras, de “nadies”, apenas sobrevivientes, esperando el milagro
del cambio de suerte, el giro que les permita trocar destinos y cambiar de lugar.
Las crónicas que nos presenta Milagros Aguirre pueden ser vistas como un verdadero rompecabezas,
como un modelo para armar. Las crónicas van colocando las diversas tonalidades que posee la vida en estos
territorios, siempre provisionales, para quienes siguen llegando de todas partes a habitarlos. Un puzzle donde
las piezas no encajan, donde se superponen unas a otras. Un tapiz a medio hacer y con los hilos deshilvanados.
Un espejo roto en donde mirarnos.
Quien quiera acercarse a estos textos alcanza a mirar a través de ellos no solamente el rostro del
“oriente” o el de la “amazonía herida”, sino que a lo mejor descubre que en ese espejo roto a veces se mira
de mejor manera el rostro del país. ¿Y si esta amazonía rota fuese en realidad el rostro del país? ¿Y si esa mo-
dernidad esquiva a los territorios de la selva fuese en realidad el rostro verdadero de la modernidad?
Estoy seguro de que esta idea ha llevado demasiado adelante esta imagen goyesca y estoy seguro de
que los textos de Milagros están lejos de transmitir esta mirada. En estricto rigor, de los relatos se desprende
no una denuncia altisonante, no una mirada horrorizada de la selva, sino un relato en donde lo humano apa-
rece en todos sus tonos. Somos capaces de lo peor y de lo mejor. Y ese testimonio está escrito allí para recordar
que hoy en día varios relatos son posibles y actuales desde la selva.
También está, por ello, ese relato de los pueblos emergentes de la selva que Milagros bosqueja tan
luminosamente para que seamos capaces de comprender la amplitud y multiplicidad que posee el concepto
de persona en cada cultura; la sutil belleza, la ternura y el empeño de los habitantes de la selva – kichwas,
waorani y shuar aparecen en los relatos – para intentar fabricarse una morada en este recodo apurado del
tiempo y de lo moderno. Morada contrahecha, fabricada no como alternativa civilizatoria ni como redención
cultural para los blancos, apenas el deseo expresado de los pueblos sintetizado en la frase acuñada por Penti
Baihua, waorani del Cononaco: ¡Dejen vivir!...
Es imprescindible dar un espacio a los textos de La semilla rojinegra. Siempre he pensado que son esa
marca de muesca donde deberíamos posar los ojos para seguir creciendo en el diálogo, en la comprensión,
en la formulación de una ética y una postura civilizatoria más acordes a los claroscuros de esta selva.
David Suárez
Correo: davidalejandrosuarez3@gmail.com