Investigación original

«Las cosas en su lugar»: reflexiones biopolíticas sobre el diseño neoliberal de Buenos Aires a 30 años de la publicación de Merecer la ciudad.

«Things in their place»: biopolitical reflections on the neoliberal design of Buenos Aires 30 years after the publication of «Deserve the City»

Luis Félix Blengino
Universidad Nacional de La Matanza , Argentina

Textos y Contextos

Universidad Central del Ecuador, Ecuador

ISSN: 1390-695X

ISSN-e: 2600-5735

Periodicidad: Semestral

núm. 23, 2021

textosycontextos@uce.edu.ec

Recepción: 04 Septiembre 2021

Revisado: 14 Septiembre 2021

Aprobación: 15 Septiembre 2021



DOI: https://doi.org/10.29166/tyc.v1i23.3316

Resumen: En este artículo se analizan las reformas neoliberales programadas para Buenos Aires durante la última dictadura militar argentina. Para esto, se retoma el estudio clásico de Oscar Oszlak en Merecer la ciudad, publicado hace 30 años, con el objetivo de releerlo en clave biopolítica, a partir de los análisis que Michel Foucault realizaba de forma contemporánea a aquellos programas diseñados e implementados por el gobierno dictatorial municipal. En este sentido, se propone distinguir entre el poder soberano de hacer morir y dejar vivir, ejercido por el poder ejecutivo nacional (apartado I), y el biopoder de hacer vivir y abandonar a la muerte, diseñado desde el poder ejecutivo municipal de Buenos Aires (apartado II), para mostrar el modo en que funcionaron de manera conjunta y coordinada como una verdadera división del trabajo del gobierno dictatorial, en su intento por implantar el régimen neoliberal.

Palabras clave: Neoliberalismo, biopolítica, dictadura militar argentina, Buenos Aires, Oszlak.

Abstract: This paper proposes to make an analysis of neoliberal reforms programmed during the last Argentine military dictatorship for Buenos Aires. To do this, the classic study by Oscar Oszlak in Deserve the city, published 30 years ago, is taken up with the aim of rereading it in a biopolitical key, taken the perspective of the analyzes that Foucault carried out in a contemporary way to those urban and social reform programs designed and implemented in Buenos Aires by the municipal dictatorial government. In this sense, this paper proposes to distinguish between the sovereign power to make die and let live, exercised by the national executive power (section I) and the biopower to make live and abandon to death, designed by the municipal executive power of Buenos Aires (section II). The goal is to show how they powers functioned together and coordinated as a true division of labor of the dictatorial government in their attempt to implant the neoliberal regime in Argentine.

Keywords: Neoliberalism, biopolitics, Argentine military dictatorship, Buenos Aires, Oszlak.

Introducción

El golpe de Estado autodenominado Proceso de Reorganización Nacional puso fin a una época sin llegar a fundar una nueva. Debido al carácter pretendidamente mesiánico del régimen militar y el salto cualitativo que lo separa de sus predecesores, por el inédito despliegue de violencia sistemática llevado a cabo, se le catalogó como un régimen autoritario radical o como la época de la represión. Su naturaleza destructiva y reaccionaria lo mostró al modo de una revolución social, en el sentido clásico de dicha palabra, como restauración, o retorno a un punto de partida a partir del cual el camino de la nación se había desviado.

El régimen instaurado en el año 1976, ¿tenía como propósito principal hacer desaparecer del cuerpo social todo rastro de aquella enfermedad que lo consumía desde adentro: el peronismo, el populismo, la demagogia? Los síntomas de dicha enfermedad eran claros: igualitarismo social, plebeyismo, pérdida de la deferencia frente a las jerarquías, es decir, desorden. Un desorden cuyo desarrollo y expresión, en términos de lucha política, tanto institucional como armada, durante el último gobierno peronista, preparó el terreno para que el golpe del 76 fuera acogido por la mayor parte de la población con una suerte de consenso reactivo, tal como lo denominan Novaro y Palermo (2003). De ahí que el propósito enunciado por el proceso haya sido reordenar el mundo social. Al respecto, «poner las cosas en su lugar» —lema utilizado en el programa del gobierno municipal— tiene un sentido restaurador en cuanto a lo que los golpistas denominaron la «guerra contra la subversión». El Estado argentino debía volver a tener el monopolio de la fuerza legítima y eso se lograría eliminando al enemigo interno, es decir, la guerrilla. Estos rasgos generales describen al proceso militar que comienza en el año 1976 como un poder soberano eminentemente negativo y represivo (Suriano, 2005; Quiroga, 2005).

Sin negar las indicaciones anteriores, en este trabajo se analiza, a partir de la categoría foucaultiana de biopoder, el proceso de reorganización nacional como uno que, paralela y complementariamente al uso negativo del poder, ha ejercido masivamente un poder productivo sobre el resto de la población no directamente afectada por la represión ilegal. Se examina este proceso como una revolución social, pero entendida en términos modernos. Es decir, como un poder cuya temporalidad se orienta no hacia el pasado sino hacia el futuro: más precisamente hacia el nuevo milenio que era percibido —a pesar de la distancia de casi un cuarto de siglo que los separaba de él— por algunos de los sectores golpistas, entre los que se cuenta el brigadier Cacciatore, como el horizonte hacia el cual se dirigían sus políticas. Se estudia el modo en que Cacciatore, a veces en coordinación con la Junta Militar, gestionó a la población porteña en relación con el espacio urbano de la capital federal y el conurbano bonaerense. En este sentido, el lema «poner las cosas en su lugar» ya no remite a la restauración del orden perdido, sino a la configuración de nuevas condiciones socioespaciales cuya legitimidad se encuentra en la categoría de modernización[1] de una ciudad que se pretende como la vidriera de Argentina ante el mundo.

Si se sigue la distinción foucaultiana de los modos de disposición del poder occidental que desembocan en el neoliberalismo, se debe señalar una organización triangular del mismo, distinguiendo entre el dispositivo de soberanía, el de disciplina y el de gobierno o seguridad. La soberanía, cuyo modo de funcionamiento es eminentemente negativo, tiene un carácter represivo o coercitivo respecto a sujetos previamente constituidos como políticos y/o jurídicos, y se define como «el poder de hacer morir o dejar vivir». El soberano es aquel que se arroga la potestad de castigar o, en última instancia, matar a aquellos que considera un peligro para el orden político, jurídico y/o económico, dejando diversos grados de libertad negativa al resto. Este es el tipo de poder extendido masiva, aunque selectivamente, sobre el cuerpo político de la nación Argentina por la Junta Militar. El hecho de que el terrorismo de Estado en Argentina haya producido cerca de 30.000 cuerpos desaparecidos en lugar de la misma cantidad de fusilamientos legales fue, para los integrantes de las tres armas, una cuestión instrumental que se justificaba por motivos de costos políticos, al menos en el corto plazo. Así, Videla sostenía en 1998 que «la sociedad argentina no se hubiera bancado los fusilamientos […] No había otra manera [que la desaparición forzada de personas]. Todos estuvimos de acuerdo en eso» (Novaro y Palermo, 2003, p. 25). De este modo, el régimen pretendió ocultar la represión y sus cuerpos quitándoles ‘toda entidad’, por no pertenecer ni al mundo de los vivos ni al de los muertos, como afirmó también Videla.

Como complemento de este poder soberano de dar la muerte se encuentra el biopoder. Según la definición foucaultiana, «el poder de hacer vivir o de rechazar hacia la muerte» (Foucault, 2000, p. 167). Este no será ejecutado de modo directo sobre un sujeto político trasgresor del orden. Será ejercido, más o menos indirectamente, sobre el cuerpo colectivo (la vida), con el fin de producir ciertas modificaciones que lo acerquen a lo que se considera normal y, por tanto, deseable. Este poder toma la vida a su cargo con la finalidad de crear condiciones para optimizar la utilidad económica y la docilidad política de los cuerpos (Blengino, 2018). Precisamente, cierto consenso respecto al trasfondo de descontrol y desgobierno, de crisis económica, de violencia extrema y politización de un pueblo, funcionó en aquellos años 70 como condición de posibilidad de la demanda de normalización por parte de crecientes sectores. Este poder normalizador se desarrolló en dos direcciones contrarias y, a la vez, complementarias:

  1. a. una disciplinaria, consistente en una anatomopolítica del cuerpo humano, que tiene como fin formar individuos rentables y dóciles controlando minuciosamente las instituciones productoras de subjetividad como la familia, la escuela, la fábrica y el barrio. Así, apuntando contra los modos de organización sindical, estudiantil, barrial y vecinal, se pretendió producir una socialización individualista y competitiva.

  1. b. una biopolítica, cuyo objetivo era regular la población y mantenerla dentro de ciertos índices estadísticos considerados deseables, que constituyen el reflejo de una comunidad estabilizada en torno a una relación entre la máxima producción de renta y el menor nivel de conflictividad social posible.

En efecto, hacia fines de la década de 1970, se procuró crear el medio, el hábitat adecuado para una población que debía estar a la altura de la ciudad que habitaba, la capital federal. A la vez, que fuese modelo interno e imagen de la nación argentina frente al mundo. Buenos Aires debía convertirse en una urbe moderna, con un apropiado sistema de circulación de aire, de transeúntes, de automóviles, con índices de higiene y salubridad ‘normales’, sin problemas habitacionales, con una vida cultural y moral sana y un paisaje urbano que combinara lo tradicional con lo contemporáneo. De este modo, un criterio funcional, ecológico, moral, cultural y estético fue el que determinó el tratamiento biopolítico del espacio y la población porteña. El instrumento aplicado al control de la población se sostuvo mediante el nuevo Código de Planeamiento Urbano al que, desde la intendencia, se referían de esta manera:

Este instrumento regulador, al prever la realización de grandes obras de infraestructura, tales como las autopistas y los espacios verdes, producirá una disminución en la superficie urbana destinada a la edificación. Al mismo tiempo, regulará la construcción de edificios en forma tal que impedirá que las parcelas se pueblen intensamente: la iluminación, la ventilación, el asoleamiento, la privacidad y el ángulo de visión del cielo en los espacios habitables deberán estar asegurados; además, las construcciones deberán ser de perímetro libre, es decir, una superficie sin ningún tipo de edificación las rodeará a fin de lograr una aireación correcta. (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 77)

De este modo, el objetivo perseguido por el gobierno militar consistía en acondicionar un medio higiénico, capaz de facilitar la circulación de aire, luz y seres humanos que ya no habitarán el espacio de forma hacinada y comenzarían a sentir las bondades de lo privado. Se procuraba producir una población sana, cuyos miembros fueran individuos atomizados en busca de su propio interés, una comunidad adecuada al moderno mundo de la «libre» circulación de bienes y personas.

En los siguientes apartados, se analizan los dispositivos de poder que funcionaron complementariamente para producir cambios que pretendían ser irreversibles en la sociedad. Para ello, se toma como hilo conductor el libro Merecer la ciudad. Los pobres y el derecho al espacio urbano, de Oscar Oszlak (1991), desde una relectura a la luz de los desarrollos teóricos que desplegaba Michel Foucault en sus clases del Collège de France, al mismo tiempo que ocurrían, en Buenos Aires, los hechos mencionados.

El poder soberano de matar

El brigadier Cacciatore estuvo al frente del gobierno de la municipalidad de Buenos Aires durante seis años, desde el 2 de abril de 1976 hasta el 1 de abril de 1982, es decir, casi todo el tiempo que duró la última dictadura militar. Hasta el día de su muerte, en julio de 2007, no había sido involucrado directamente en ningún juicio relativo a la desaparición ilegal de personas; aunque no puede ni debe suponerse que no estuviera al tanto de lo que ocurría en los centros clandestinos de detención, diseminados por su distrito, que además resultó ser el que mayor cantidad de desaparecidos registró durante el período. Precisamente por ello, es una figura paradigmática de la separación e interrelación de los dispositivos de poder que operaron sobre el territorio capitalino. Así, podríamos decir que, en el Buenos Aires de la época, se observa una distinción entre la política de muerte, es decir, el terrorismo de Estado, a cargo de la Junta Militar, y la biopolítica o política de la vida, a cargo, en su mayor parte —aunque no exclusivamente—, del municipio. Esto ubica bajo una nueva luz la dicotomía trazada por Novaro y Palermo entre esos dos mundos que convivían en un mismo espacio: el del temor y el de la seguridad (Novaro y Palermo, 2003), sobre los cuales se ampliará más adelante.

La dictadura había encontrado su legitimidad pública en lo que denominaron la lucha contra la subversión armada, que había crecido en el seno de una sociedad que estaba enferma y cuya cura no podría venir de ella misma, solo de aquella institución que se había mantenido inmunizada de toda contaminación moral y política: las Fuerzas Armadas. Estas, «desde arriba», llevarían a cabo la regeneración del cuerpo enfermo de la nación. Era la tarea que la historia había impuesto a los golpistas como un mandato que no podían desoír. La enfermedad que amenazaba el cuerpo de la comunidad era el desgobierno producto de un «exceso» de movilización social y politización de sus integrantes. Frente a este diagnóstico, la cura se alcanzaría con la despolitización total de la población. Finalidad que se lograría con la denominada «guerra antisubversiva» y la implementación de una economía neoliberal de competencia. Como señalan Novaro y Palermo:

La despolitización que la dictadura iniciada en 1976, en su intento de operar una ‘revolución desde arriba’, se propuso profundizar por todos los medios a su alcance, con el doble objeto de utilizarla en su beneficio como garantía del dócil acatamiento de su accionar y, en el más largo plazo, convertirla en un rasgo permanente del nuevo orden social, ya que éste debería estar inoculado contra la movilización política de las masas y liberado de las organizaciones sociales y los partidos que habían demostrado ser peligrosamente permeables a la subversión, por su populismo irresponsable o por tolerancia oportunista. (Novaro y Palermo, 2003, p. 25)

La guerrilla y los proyectos revolucionarios —que ya estaban derrotados militarmente[2] aún antes de que la Junta Militar asumiera el poder— sirvieron como justificación de la intervención militar y de la extensión de la represión hacia sectores politizados no armados, identificados tras el rótulo de subversivos, que permitía apuntar hacia un enemigo de múltiples rostros, formas de organización, terrenos y métodos de acción. Esta multiplicidad, unificada bajo el nombre de «subversión», funcionó como blanco de una política soberana de represión selectiva y sistemática. Lo que se persiguió fue, sobre todo, la «condición de subversivo», que era identificable con la insubordinación, es decir, con la acción contraria al orden (Novaro y Palermo, 2003). Como señala Vezzetti, esta condición remite a una dimensión subjetiva del enemigo, por lo que se debe afirmar que la masacre fue eminentemente política (Vezzetti en Novaro y Palermo, 2003, p. 89). En este sentido, como dejara claro el dictador Viola, el sujeto afectado por la subversión era el pueblo en su forma de vida pretendidamente homogénea (Novaro y Palermo, 2003).

Hacia mediados de 1978, el plan de exterminio de la subversión se consideraba cumplido. Se había llevado a cabo exitosamente en tiempo y forma. La máquina soberana de matar había extirpado el mal del cuerpo de la nación, que se preparaba para mostrarse al exterior como una comunidad unificada y saludable a través del campeonato mundial de fútbol. La tarea de limpieza soberana y allanamiento de toda resistencia popular había culminado y la sociedad estaba lista para afrontar la nueva etapa de refundación de la república (Novaro y Palermo, 2003). Una vez cumplido el papel del dispositivo de soberanía, debía ponerse en funcionamiento el de seguridad. Sin embargo, en la capital federal, y en parte por la preparación del mundial de fútbol, la administración de Cacciatore había comenzado, en el año 1977, con el plan de modificación del espacio urbano y de recomposición de la población capitalina.

El biopoder, hacer vivir y rechazar hacia la muerte

A partir de 1976, en los sectores conservadores de la sociedad, comenzó a extenderse una sensación de seguridad paulatinamente recuperada al compás de la restauración del orden jerárquico, trastocado en todos los niveles de lo cotidiano: la familia, el trabajo, la educación. Un espíritu revanchista encontró, en el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, la certeza de que se volvería a vivir de forma segura.[3] De esta manera, como señalan Novaro y Palermo (2003), «hacia 1976 y durante varios años, una parte considerable de la sociedad y de todas las clases vio en la pérdida de la democracia un precio no muy elevado a pagar para poder vivir más tranquilos» (p. 128). El privilegio dado a la esfera privada por sobre la pública (donde residía un gran peligro), sumado al régimen de visibilidad, e invisibilidad respecto a «lo que pasaba» con la represión oficial y clandestina, permitió a gran parte de la población la opción de «no saber» lo que estaba ocurriendo (Novaro y Palermo, 2003). Por lo tanto, puede afirmarse que el dispositivo de disciplinamiento se orientó hacia la creación de sujetos que evadían la responsabilidad de actuar social o políticamente e, incluso, de elaborar intelectualmente aquello que percibían a diario. Esto, con el fin de llevar una vida más tranquila y segura en tanto que despolitizada (Novaro y Palermo, 2003). El otro sostén fue la política de temor y control ideológico ejercida sobre los sectores más propensos a la movilización como estudiantes, trabajadores y villeros.

En cuanto a la gestión biopolítica de la población, un fin perseguido por el gobierno fue alcanzar mayor seguridad para quienes serían los merecedores de vivir en la capital. Desde la primera presidencia de Perón, con la explosión demográfica por el aumento de la migración interna, predominó en la zona metropolitana de Buenos Aires una política de laissez faire, que permitió la suburbanización de sectores populares mediante la compra de lotes en el conurbano bonaerense, alentada por un servicio de transporte a la vez barato e ineficiente. Simultáneamente, la ley de propiedad horizontal y el congelamiento de los alquileres favorecieron el acceso a la vivienda para sectores medios y obreros urbanos (Torres, 1993). También aparecen espacios ocupados de forma ilegal y transitoria, llamados villas de emergencia, que gradualmente fueron albergando cada vez más personas. El diagnóstico, en 1976, era considerar esto como parte del descontrol reinante durante más de treinta años, que había resultado en condiciones de vida intolerables para Buenos Aires, y la había rodeado de una amenaza insoslayable: el sector conurbano. El criterio era higiénico y ecológico debido a las circunstancias de hacinamiento, con las correlativas consecuencias en salud, educación, promiscuidad y contaminación. Asimismo, resultó clave la interpretación estética del paisaje urbano, central y periférico, que configuraba la vida de cada población. Además, la concentración de personas en un espacio sumamente reducido —en una «superficie que equivale al 0,17 % del total de territorio, se concentra alrededor del 35% de la población del país» (Oszlak, 1991, p. 17)— fue siempre percibido por los mandos militares como un peligro político debido a la posible organización de dichos sectores.

Frente a esta situación, la estrategia general consistió en «desalentar» la vida en el conurbano y la capital, procurando «favorecer» una política federal. Así, la gestión biopolítica realizada tuvo al menos tres direcciones complementarias. Por un lado, se tendió a la estabilización, pues «todas estas reformas harán que en el próximo siglo Buenos Aires no supere los 4 o 5 millones de habitantes, cifra fijada como ‘techo’ para un crecimiento demográfico acorde con las normas de salud e higiene» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 77). Por otro, se propició el recambio poblacional. Al respecto, Del Cioppo, secretario de vivienda de la ciudad, afirmaba que «solamente pretendemos que vivan en la ciudad quienes están preparados culturalmente para vivir en ella. Vivir en Buenos Aires no es para cualquiera, sino para el que lo merezca» (Novaro y Palermo, 2003, p. 148). A la vez, se pretendió establecer una política de seguridad tal que garantizara la protección de la población porteña frente a los peligros de todo tipo que acechaban desde el otro lado de la avenida General Paz, que separa a Buenos Aires de su periferia.

El director de la Comisión Municipal de la Vivienda admitía, en 1981, que se buscaba crear una frontera en la avenida General Paz (Oszlak, 1991, p. 187). Esta fue la que asumió, por un lado, la forma higienista de cinturón ecológico —libre circulación de aire, control de la contaminación sonora, esparcimiento físico, promoción del deporte— y, por el otro, la función reguladora y eugenésica de la expulsión de determinados modos de habitar —fin del régimen de alquileres amparados, erradicación de villas— así como la normalización del medio y sus habitantes a través de una política de educación, salud, turismo y cultura que permitiría separar, material y simbólicamente, a la capital de los demás lugares, sobre todo los que la circundaban. Por último, una característica fundamental de esta frontera fue la moderna forma de porosidad que debía fomentar, selectivamente, determinados ejes de circulación —creación de autopistas, políticas de subterráneos, conexiones viales con el entorno metropolitano, «desaliento» del trabajo informal—.

El disciplinamiento social y espacial

La Junta Militar consideró como blancos tácticos de la lucha contra la subversión a la familia, la educación y el mundo del trabajo. Complemento de su política de muerte, encontró en estos espacios la posibilidad de detección —mediante mecanismos de vigilancia y castigo— de actores plausibles de caer dentro de la temible categoría de «subversivos». Además, los presentó como medios para crear al nuevo tipo de sujeto normal, asimilable al cuerpo saludable de la nación. De este modo, esas instituciones fueron priorizadas en el proceso de disciplinamiento, para hacer individuos dóciles políticamente, y útiles económicamente, usando, aunque no de forma exclusiva, el temor como palanca de esta producción.

La atención de toda cuestión social como un problema policial determinó la consideración del trabajador indócil como un delincuente, por lo que fue habitual la presencia de la policía para resolver conflictos dentro de las fábricas. A este factor atemorizante se sumaban el congelamiento de los salarios y la caída del salario real debido a la inflación que, bajo las condiciones de eficiencia impuestas, implicaron mayor trabajo por menor paga. Las peores condiciones laborales en las fábricas y la rotación en los puestos de trabajo, cuya consecuencia sería la menor calificación de este, consiguieron aumentar el disciplinamiento al disminuir el sistema de protección estatal-legal y corporativo. Como resultado, se rompieron los lazos organizativos que permitían hacer frente a las políticas disciplinarias y a los empresarios que, por su parte, comenzaban a recuperar los beneficios perdidos. A ello debe sumarse la reforma financiera de junio de 1977, que funcionó como un mecanismo para disciplinar definitivamente a los actores económicos.

Se instaló un control mutuo entre la familia y la escuela. Si por un lado la educación preprimaria y primaria pasó a manos de las provincias y del municipio de Buenos Aires, el nivel secundario y terciario —que se consideraba de suma importancia táctica— fue retenido por el poder central como el instrumento más eficaz para la penetración disciplinaria en el cuerpo social. Las políticas desarrolladas involucraron la clausura de los mecanismos de participación social en la orientación y conducción de la enseñanza, el disciplinamiento de todos los agentes comprometidos, el vaciamiento de los contenidos portadores de significado social, el abandono de los modos procesuales de construcción del conocimiento y la incorporación de pautas de socialización individualistas y supuestamente fundadas en el mérito individual (Belmartino, 2005, p. 241).

Estas pautas de normalización de los sujetos iban acordes al nuevo tipo de «individuo competidor» requerido por un mercado organizado según la lógica neoliberal. El espacio escolar fue dispuesto de tal modo que se ejerciera vigilancia y relevamiento constante sobre todo aquel comportamiento sospechoso de portar la «condición subversiva». De este modo, antes que una disposición panóptica del espacio, se estableció un régimen en el cual todos eran vigilados y vigilantes, pues debían —y este era un imperativo moral destinado a cada «buen argentino»— controlar al resto. Por un lado, se reforzaban las jerarquías tradicionales devolviendo el poder a quien le pertenecía «naturalmente» —padres sobre hijos, marido sobre mujer, maestros o profesores sobre alumnos—. Por otro, el régimen de vigilancia horizontal creaba condiciones óptimas para el disciplinamiento. El docente se convertía en espía de cualquier rasgo que denotara la «condición subversiva» en el alumno y, a través de él, en su núcleo familiar. A su vez, el estudiante funcionaba en el sentido inverso. A partir del control que los padres debían ejercer —y no podían delegar en otra institución o persona—, los hijos estaban moralmente obligados a controlar a los docentes. Estos, en clase, podían tanto inmunizar a sus hijos frente a ideas peligrosas, como inocular en ellos el virus de la subversión, ya que, estadísticamente, se sabía que los jóvenes eran más vulnerables al mismo.

Debe considerarse, también, el plan de erradicación de villas iniciado hacia 1977 en la capital federal. El objetivo inmediato era acondicionar la ciudad para el mundial de fútbol, pero, a largo plazo, preparar el espacio urbano como el hábitat de un tipo de población que debería ir acorde al territorio. Esto último se ampliará más adelante, pues el plan de erradicación de villas implicó la puesta en práctica de mecanismos disciplinarios y biopolíticos. En cuanto a los primeros, se dispuso —como reza en el libro sobre los primeros cuatro años de gestión de Cacciatore, publicado por el Municipio de Buenos Aires a comienzos de 1981— «un camino en tres etapas»: el congelamiento, el desaliento y la erradicación. Las dos primeras pueden caracterizarse como típicamente disciplinarias, como también lo fue el tratamiento que luego se hizo del espacio «recuperado». En la etapa de congelamiento, se «describe el terreno hasta en sus mínimos detalles. Posteriormente se numeran las casillas para establecer la cantidad exacta de viviendas y se provee a cada habitante un Certificado de Asentamiento Precario» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 96). De esta forma, se procuraba controlar y estabilizar el flujo poblacional villero. En la segunda etapa, se intensificaban los controles, aplicando severamente la ley, clausurando todo emprendimiento comercial o industrial ilegal. Además, se perseguían las infracciones en servicios públicos como la electricidad. El fin era volver indeseable la permanencia en la villa y eliminar los supuestos «privilegios» que acarreaba un espacio como este, por ejemplo, cercanía a ciertas zonas, goce ilegal de servicios, tratamiento preferencial por parte del Estado a cierta clase de individuos, etc. En ese sentido, se esperaba que «cada uno asuma las responsabilidades que le corresponden, en pie de igualdad con el resto de los habitantes» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 96).

El modo en que se llevó a cabo la tercera etapa, «erradicación», será analizado luego, no obstante, debe señalarse que el espacio «liberado» o vaciado devendrá apto para construcciones «desde la nada» de nuevos ámbitos urbanos, destinados a «el buen aprovechamiento», como señala uno de los apartados contenidos en Buenos Aires. Hacia una ciudad mejor (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 100). Allí se exponen los destinos de estos terrenos y el criterio estético y funcional que se había seguido para determinarlos, pues la ciudad y sus pobladores se preparaban, como se ha mencionado, para el mundial, pero sobre todo para el año 2000.

Respecto a la cuestión de la vivienda, debe señalarse una última forma de poner en funcionamiento el aparato disciplinario sobre los sectores populares. El título del apartado del documento oficial era el siguiente: «Los edificios se enderezan», y estaba destinado a mostrar la acción del gobierno municipal sobre la forma de habitar los inmuebles adjudicados en planes anteriores de erradicación de villas. La finalidad era disciplinar a sus habitantes en un doble sentido. En primer lugar, inculcar en ellos el «sentimiento de propiedad privada», para lo cual se dispuso el cobro a los morosos y la expulsión de los «intrusos». En segundo lugar, «se desarrolló una acción de ordenamiento social en esos barrios. Se designó un administrador en cada uno y la salud moral de la población recibió particular atención»[4] (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 98). Por estos medios, se buscó poner orden en un país que «padecía el desgobierno». Esto implicaba controlar a los trabajadores cuya conducta previa amenazaba la estabilidad política y la rentabilidad económica de los empresarios; disciplinar a las familias y a los docentes al restaurar las jerarquías superpuestas, instalando pequeños microdespotismos que tenían como blanco e instrumento el control a niños y jóvenes; y, por último, jerarquizar el espacio urbano en zonas, mediante la identificación de los lugares con modos de habitar «peligrosos», propicios a la producción de sujetos inasimilables al cuerpo homogéneo de la población porteña.

La gestión biopolítica de la población y su medio

Si el correlato del dispositivo de disciplina era el cuerpo del individuo, que debía ser normalizado, el correspondiente a los dispositivos de seguridad fue el cuerpo colectivo: la población como conjunto de procesos que se deben gestionar. De esta manera, la naturalidad de la población se vuelve el objeto del gobierno. Sin embargo, se trata de un cuerpo constituido por una multiplicidad de individuos libres. En este sentido, Foucault afirma que el poder biopolítico consiste en el ejercicio sobre las posibles acciones de otros sujetos actuantes. Así, luego de la etapa, ciertamente represiva, de «congelamiento», se procedió al «desaliento» de la población en la puesta en práctica del plan de erradicación de villas. Este desaliento consistió en crear condiciones de inhabitabilidad del territorio: «que los pobladores no encuentren motivos reales para habitar en villas» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 96). Se logró mediante la persecución estricta de las ilegalidades y aprobando medidas incompatibles con algunas formas de vida, lo que «alentó» a sus pobladores a mudarse. Se prohibieron comercios, industrias o talleres; se impidió la libre disposición de la posesión, pues esta no se podía alquilar, vender, prestar ni ceder; se obstaculizaron la circulación y el estacionamiento vehicular en la zona; se dispuso la demolición de casas abandonadas; se exigió el pago de servicios eléctricos y se dispuso la presencia constante del personal policial del ‘Departamento de Vigilancia Interna’ (Oszlak, 1991, p. 163). Cacciatore interpelaba genéricamente al habitante[5] de la ciudad como sujeto libre, responsable e igual a los demás ante la ley, es decir, el individuo de mercado que debía competir por su supervivencia, respetando las reglas de juego que serían aplicadas, sin privilegios, a todos.

Es imprescindible señalar que la población villera, blanco de la política de erradicación, fue convertida discursivamente en sujeto responsable de su ‘mala calidad moral y cultural’. Si antes se consideraba al villero a través de la lástima o como producto de injusticias del sistema económico, ahora se pretendía instalar en la opinión pública su percepción como un ‘aprovechador’, alguien que saca ventajas violando la ley impunemente. Sin embargo, simultáneamente, se la presentaba como una población irrecuperable, cuyo modo de vida configura una subcultura no dispuesta ni a la propiedad privada ni a las reglas de higiene (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 94). Pero, a su vez, ‘los villeros’ —tal como eran tipificados de forma genérica en la campaña de desprestigio—, eran interpelados ‘individualmente’ por la Comisión Municipal de la Vivienda como sujetos que libremente debían elegir su destino, de forma responsable e individual, como iguales al resto. Por un lado, se los estigmatizaba como indeseables y peligrosos, como basura que debía ser expulsada del cuerpo social, por contaminante y antihigiénica, —y, en efecto, fueron trasladados en camiones destinados a la recolección de residuos, los cuales, por si fuera necesario reforzar el golpe simbólico asestado, no habían sido previamente limpiados— (Oszlak, 1991, p. 167). Por otro, se impedía que este cuerpo colectivo se organizara como actor político, pues el único interlocutor válido para el gobierno era el individuo, sujeto de derechos y obligaciones. Se evidencia la puesta en funcionamiento de un dispositivo de poder totalizador e individualizante a la vez, tal y como señala Foucault (2007).

En la tercera etapa del camino hacia la «liberación» del terreno, a sus habitantes se les daba aún la posibilidad de optar entre a) el traslado al terreno propio, b) el retorno a su país o provincia de origen, c) el egreso por sus propios medios, d) apoyos crediticios que de hecho fueron casi imposibles de conseguir. Aquellas personas que no fueron receptoras de los «estímulos» y las «motivaciones» creadas por el gobierno, para que abandonaran la villa por propia decisión, fueron desalojadas por la fuerza, «propulsadas», tal como explica Oszlak (1991) en su análisis del término utilizado por los golpistas. Es en esta etapa que el poder biopolítico encuentra su límite como «poder de hacer vivir» y se configura en «poder que rechaza hacia la muerte» a aquella parte de la población. Este biopoder, ejercido sobre la vida desnuda del sujeto, en su realidad de mero ser vivo, se expresa cabalmente en la percepción de una de sus víctimas cuando afirmaba: «Nosotros somos argentinos, trabajamos, no tienen derecho a dejarnos morir como animales» (citado por Oszlak, 1991, pp. 165-166). En este testimonio se evidencia una clara distinción entre ser un animal o un sujeto de derecho, en la medida en que se resalta el carácter de argentino y de trabajador —dos figuras para afirmar la pertenencia a la comunidad de la que se estaba siendo expulsado, en la que se reconocían hasta entonces ciertos derechos a los sujetos con esas características—. La otra cara de la biopolítica se deja ver en este reclamo por ser tratados con igualdad, en oposición a un animal al que se lo deja morir, al que se lo rechaza hacia la muerte. En estas palabras se transparenta el carácter biopolítico que adopta el poder de muerte pues, antes que matar, creaba las condiciones y el medio que expulsaba hacia la muerte o hacia una supervivencia sumamente difícil.[6]

De esta manera, el modo de gestión biopolítica consistió en afectar a cierto target poblacional por sus características «naturales» —higiénicas, sanitarias, ecológicas—, socioeconómicas y culturales. Se hizo de forma tal que se consideró a cada individuo en su autonomía e independencia del resto, siguiendo un análisis de costos políticos, pues así sería más difícil la oposición de resistencias, pero también de réditos económicos. De lo que se trataba era de implantar pautas de sociabilidad acordes con el neoliberalismo, para lo cual había que comenzar a presentar a los sujetos eminentemente como individuos guiados por su propio interés.

Por lo tanto, Cacciatore, con sus biopolíticas, se encargó de acondicionar un medio, de determinar el campo de acción posible de los sujetos, de modo que estos, «libremente», orientaran su vida hacia los estímulos a los que se les sometía. Por un lado, se creó el marco dentro del cual los individuos debían moverse según sus intereses. Por otro, se interpeló a los afectados como individuos independientes y responsables. Siguiendo a Oszlak (1991) en su análisis de esta «aparente contradicción» entre voluntad estatal interventora y lógica de laissez faire neoliberal, se encuentra una explicación acorde con la óptica foucaultiana que guía esta exploración. La implementación de condiciones neoliberales no consistió tanto en «liberar» de los controles para permitir la circulación de sujetos y cosas, como en la disposición correcta de las cosas y las personas, para que puedan circular libre y hasta espontáneamente, siguiendo los estímulos así dispuestos. Oszlak (1991) sostiene lo siguiente:

Ocurre que la acción regeneradora inicial debía crear —según esta concepción— las condiciones de salud necesarias como para que las células de la sociedad, una vez sanas, pudieran seguir funcionando de acuerdo con su aptitud individual, pero también de acuerdo con el lugar y función asignada. De este modo, el régimen tomaba sobre sí la responsabilidad, no tanto de decidir por los individuos —cosa que de todos modos hizo— sino más bien de situar a los individuos en los lugares en que les correspondía decidir. Una vez en ellos, los individuos actuarían según mejor conviniera a sus intereses. (Oszlak, 1991, pp. 291-292)

La misma lógica se identifica en el tratamiento de los inquilinos amparados y los propietarios expropiados para la construcción de autopistas. Ambos fueron afectados para acondicionar la ciudad y su población. Se los situó en el mercado de la vivienda de Buenos Aires y se les impidió intervenir políticamente en la implementación de medidas como sujetos organizados con cierta relevancia. Si bien el argumento para la progresiva ‘liberación’ del mercado de alquileres fue económico —acorde al neoliberalismo que se instalaba—, también fue biopolítico, ya que el gobierno tomó una decisión cuya sabida consecuencia sería la expulsión de una cantidad importante de habitantes del espacio de la ciudad, haciendo un recambio poblacional para quienes «merecían vivir» en esta, ya fuesen propietarios o inquilinos acaudalados. Todos debían ingresar en el juego de oferta y demanda de viviendas como individuos que persiguieran cada uno su propio interés.[7] Así, junto a las limitaciones en la construcción de viviendas urbanas —cuyo resultado fue la inversión destinada a los sectores más pudientes— la liberación de alquileres redundó en un aumento de los mismos y, por tanto, en un cambio del nivel socioeconómico de la población que podía habitar Buenos Aires.

Se han reseñado hasta aquí algunas medidas destinadas a la estabilización, expulsión y recambio poblacional, lo que se ha denominado la función reguladora y eugenésica de esa biopolítica dirigida a establecer una «frontera» en la avenida General Paz. Se señalan, brevemente, las políticas destinadas a homogeneizar esa población que, poco a poco, se constituiría en la merecedora de habitar un espacio acondicionado por la función normalizadora, de carácter higienista y con porosidad selectiva respecto a dicha frontera.

Como se ha planteado, la acción del poder sobre el campo de acción de los sujetos opera sin necesidad de apelar a su obediencia, pues actúa sobre el medio circundante acondicionándolo, poniendo «las cosas en su lugar». Así es como el gobierno biopolítico se ejerce sobre una población que reacciona a los estímulos dispuestos como hábitat. En efecto, la gubernamentalidad neoliberal está constituida por la polaridad entre una tecnología ambiental y un homo economicus cuya conducta se rige por el principio de «aceptación de la realidad», es decir, que responde sistemáticamente a las modificaciones en las variables del medio según el cálculo de costo-beneficio (Foucault, 2007; Blengino, 2018).

El modo de tratar el espacio acorde al dispositivo de seguridad consistió en la urbanización de la ciudad, en crear las condiciones de una circulación segura de las cosas y las personas. Así, el problema a solucionar en el espacio urbano era a la vez político y económico, pues se debían evitar los amontonamientos, propiciar las nuevas funciones mercantiles, asegurar las relaciones con el espacio contiguo a la ciudad y, por último, orientarse preventivamente hacia el futuro probable de su crecimiento. El pensador francés apunta cuatro funciones del dispositivo de seguridad (Foucault, 2006): la higiénica; la de circulación interna que facilita la comercialización hacia el interior de la ciudad; la de circulación externa que permite articular la red de calles con las rutas externas, facilitando el acceso y salida de bienes y personas; y, por último, la de vigilancia, que debe controlar el flujo poblacional entre la ciudad y su periferia, que aparece como principal factor de inseguridad y peligro en tanto proveedor de delincuentes, vagabundos, mendigos, etc. (Foucault, 2006). En suma, Foucault señala que «se trataba de organizar la circulación, suprimir sus aspectos peligrosos, distinguir entre la buena y la mala circulación, maximizar la primera y reducir la segunda» (Foucault, 2006, p. 38). Estos factores orientaron el nuevo diseño biopolítico del gobierno municipal de Buenos Aires durante la última dictadura Argentina.

El carácter higienista del cinturón ecológico, en la frontera biopolítica que separa a la capital del conurbano, tuvo al menos dos funciones: a) tratar la basura de modo tal que se reemplace la quema de residuos domésticos al aire libre y, de esta forma, impedir la circulación de enfermedades y de aire contaminado, cuyos agentes principales de difusión eran los denominados «cirujas»;[8] b) crear un anillo de espacios verdes con el triple objetivo de permitir la regeneración y circulación de aire puro, destinar espacios adecuados a la recreación, el esparcimiento saludable y la práctica de deportes al aire libre, y solucionar el problema de la deposición final de residuos a partir del relleno sanitario de zonas bajas y anegadizas. Por lo tanto, como señala Oszlak (1991):

La «exportación» de residuos desde la Capital Federal a la provincia era una nueva expresión de las políticas impulsadas por la intendencia capitalina, caracterizadas por el intento de convertir a la ciudad de Buenos Aires en una zona relativamente exclusiva. La medida estaba complementada por la prohibición de la incineración de residuos domésticos, sancionada meses antes en todo el ámbito de la Capital Federal. (p. 244)

Debe considerarse este modo de tratar y exportar la basura, incluso ocultándola debajo de obras faraónicas de gobierno, como algo más que una coincidencia respecto al modo de tratar tanto el cuerpo «subversivo», sometido al poder soberano de desaparición, «sepultado» también en ocasiones bajo el relleno sanitario o las autopistas, como el cuerpo «villero», reducido a la erradicación en camiones de basura. Ambos eran tratados como desechos, parte de la excrecencia de una urbe que se iría «regenerando». Sin embargo, a la basura no solo se la rechazaba, también se pretendía refuncionalizarla con fines ecológicos.[9] Los títulos de los apartados del informe municipal eran reveladores al respecto. Allí se señalaban la recuperación de parques y la eliminación de basurales como un logro en el avance hacia la calidad ambiental, al desactivar la fuente de proliferación de insectos y roedores, de emanaciones de aire contaminado y de «la nueva actividad marginal» del «cirujeo», asimilada a la acción perjudicial de las demás plagas y entes contaminantes. Así, el apartado «Un pulmotor para Buenos Aires» concluía que «había que limpiar la ciudad y su aire» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 86). Haciendo referencia a la reforestación que se realizaba sobre el relleno sanitario, se señalaban sus virtudes bajo el título «Del residuo al árbol». El informe municipal proyectaba que «Buenos Aires se encontrará rodeada de un sistema de oxigenación. […] Una opción eficaz y económica» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., pp. 139-140). Por último, el increíble título «Antes ‘cirujas’ hoy golfistas», daba una idea del segmento poblacional al que se apostaba con la reforma y del recambio en general que se pretendía, en lugar de la promoción social de los «cirujas», además de remitir al sentido estético de las políticas porteñas.

En consonancia con estas medidas, que pretendían «aislar» la capital como el lugar de una vecindad exclusiva, existió el ambicioso plan urbano de conectarla con el «exterior», creando condiciones para una circulación acorde al tiempo que se avecinaba con el milenio. De estos años son dos proyectos que permanecieron en gran medida inconclusos: la ampliación de líneas de subterráneos junto a la creación de otras nuevas, y la construcción de autopistas —de las cuales solo se concluyeron dos: la 25 de Mayo y la Perito Moreno. Todo ello haría de Buenos Aires una «ciudad arterial», título del libro de Guillermo Laura, secretario de obras públicas del municipio y, por eso, encargado de los proyectos de las autopistas y del cinturón ecológico. Como señalaba el informe, «la obra implica un nuevo diseño vial y urbanístico que permita la libre y fluida transitabilidad de las principales corrientes circulatorias, sin cruces peatonales a nivel, además de jerarquizar los valores paisajísticos e históricos del lugar» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 93).[10]

Por último, se hará referencia a la función de normalización de la población que se buscó a través de una política de medios, educación, salud, turismo y cultura, que permitiría separar material y simbólicamente a la capital del exterior. Si se toman en cuenta el balance y el programa diseñados en Buenos Aires. Hacia una ciudad mejor, se pueden ver las prioridades y el tipo de soluciones en las que el gobierno pretendía incidir. En lo relativo a la salud como un servicio esencial, se creó el Centro de Información para Emergencias y Catástrofes (CIPEC) y se dividió a la capital federal en 12 zonas sanitarias para agilizar la atención médica ambulatoria. Se tomó especialmente en cuenta el cuidado de los hospitales, su especialización y la promoción de la medicina preventiva. Esto respetando el principio de subsidiaridad del Estado que sería el común denominador en esta forma de acondicionamiento del medio. En lo relativo a hospitales y escuelas, se pretendía hacer hincapié en las reformas edilicias, tanto de remodelación como de ampliación. En cuanto a la política cultural y de medios, desde el gobierno se marcaba el «destacado nivel de producción en LS1 Radio Municipal» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 54), el impulso de ciclos de música ciudadana, la organización de la Feria Internacional del Libro, la restauración de los teatros tradicionales, etc.

Esta política se dirigía al nuevo segmento poblacional porteño que se esperaba crear. Era, simultáneamente, el efecto de una demanda, pero sobre todo la creadora del sujeto apto para su consumo, es decir, aquel que merecía vivir en la ciudad porque estaba «culturalmente» preparado para apreciar lo que esta ofrecía. En la nueva urbe todo tenía un lugar: tanto la modernidad, cuyos rasgos se verían en la dinámica y fluidez de su circulación y la ecología de sus espacios verdes, como el patrimonio histórico, también objeto de preocupación gubernamental. «El lugar del tiempo» era el título que explicaba que «poner las cosas en su lugar», para modernizar la capital, también implicaba la conservación y restauración de edificios significativos: «Un rincón donde los cambios de la ciudad pueden verse como los cuadros de una galería» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 58). Se pretendía constituir así «un pasado para el futuro» que se «ofrece como un lugar para la memoria de la ciudad que hoy mira al año 2000» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 61). Esta estrategia se apoyaba tanto en un criterio estético como en uno funcional y económico. Estaba guiada por el principio de subsidiariedad del Estado y fue planeada en concordancia con el impulso del turismo como «una alternativa de desarrollo» orientada a la implementación de una «regionalización del trabajo» (Municipalidad de Buenos Aires, s. f., p. 66). Buenos Aires se modificaría al punto de convertirse, mediante este proceso de modernización y separación de su entorno, en una vidriera hacia el mundo. Para esto la población estaba siendo modificada paulatinamente, para que, en el año 2000, la ciudad solo fuera habitada por quienes «lo merecieran», lo que se lograría con poner a «todo el mundo en su lugar.

Tal consigna expresa tanto la pretensión de reorganización hacia el interior, como la de fijar un vínculo hacia «afuera» en un doble sentido: hacia el «exterior» nacional, marcando la frontera cualitativa que distingue lo capitalino del resto, en especial el sector conurbano; y señalando el lugar de Buenos Aires en el mundo, cuya función, de acuerdo con la visión mesiánica de la Junta Militar, era encarnar la vanguardia de la misión regeneradora que el occidente cristiano requería, y en este sentido, Buenos Aires sería espacio paradigmático en el nuevo milenio, como modelo internacional capaz de poner a «todo el mundo en su lugar». Pretensión exagerada, seguramente, aunque no necesariamente delirante si se tiene en cuenta que esta región del planeta —que fue una de las primeras en que se hizo el intento de implementar la economía y política neoliberal— es arquetípica respecto a ciertos efectos del neoliberalismo en las periferias y de algunas formas de resistencias que se le pueden oponer.

Consideraciones finales

Por cuestiones de extensión se deja para otro texto el tópico de la formación de resistencias a este proceso biopolítico, las condiciones de su fracaso —y consiguiente refuncionalización para la expansión del dispositivo de poder— y las de su éxito en casos excepcionales. Solo se retoma la demostración de Oszlak, a treinta años de la publicación de su libro. Según esta perspectiva, las resistencias fueron exitosas en tanto lograron oponer una fuerza colectiva y organizada frente a un poder individualizante e individualizador, que pretendió tratar a los actores en su particularidad; a la vez, fueron fácilmente doblegadas en cuanto se plegaron a la lógica individual de tratamiento de los actores y de resolución de problemas que se proponía desde el gobierno.

Para concluir, se subraya el fracaso general del proyecto biopolítico del gobierno golpista. El objetivo de crear un espacio exclusivo para una población privilegiada se vio truncado a medida que la vida política reapareció en la historia reciente, pues las resistencias nunca fueron totalmente eliminadas, controladas o reagenciadas desde el poder. Si a comienzos de los 80 Buenos Aires había sido «liberada», en gran medida, de los sectores populares que la habían «invadido» como un mal, del cual Cacciatore se presentaba como el gran cirujano, una década después, en una Argentina que había recuperado el sistema democrático, que había padecido una hiperinflación inédita y con índices de desocupación cada vez más alarmantes, el patrón de habitación de la ciudad se revertía para volver a ser ocupada por sectores medios y bajos.

El medio acondicionado por Cacciatore, con su frontera material y simbólica, no había podido frenar a aquellos que no se resignaban a no merecer la ciudad, y que no querían permanecer en los lugares donde habían sido desplazados para experimentar ciertas formas de la muerte, no solo física sino también social, económica y política. Así, las vías de circulación, pensadas para comunicar a la selecta población porteña con su entorno, llevaban a los sectores más pudientes hacia una suburbanización —inversa a la soñada por Cacciatore—, que les permitiría gozar de un ambiente privilegiado, en tanto personas que se definían igualmente por ese término, y que vivían en barrios cerrados (Torres, 1993, p. 42). Todo un signo de la realización, a baja escala, de la esperanza frustrada por ocupar una ciudad exclusiva.

Referencias

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Torres, H. (1993). El mapa social de Buenos Aires (1940-1990). Serie Difusión N.° 3, SI/FADU/UBA

Notas

[1] Entendemos por modernización el sentido general que adquiere esta categoría en el pensamiento foucaultiano: un modo de ejercicio del poder diferente y contrario (aunque complementario) de aquel tradicional o antiguo de soberanía. Según Foucault, la modernidad comienza cuando el biopoder se masifica o toma un lugar dominante en la estrategia de dominación. De este modo, habría una relación esencial entre desarrollo del capitalismo, modernización y biopoder, que debe ser comprendida a través de la relación entre plusvalía y subpoder (Pierbattisti, 2007), y su punto ideal de desarrollo debería buscarse en la implementación de políticas económicas neoliberales. Por lo tanto, la categoría de modernización, tal como es usada en este trabajo, no pretende establecer si la política urbana de Cacciatore es moderna en el sentido de adecuación a políticas consideradas de avanzada en la Europa contemporánea, sino mostrar la implementación de un diagrama de poder esencialmente moderno, que comprende modos diversos y singulares de realización en el espacio urbano (Pirez, 1994). ‘Modernidad’, por lo tanto, es un concepto que pretende dar cuenta de una forma de ejercicio del poder político antes que de un contenido determinado.
[2] Siguiendo la línea de lectura sugerida por Damián Pierbattisti (2007), debe mencionarse la distinción entre derrota militar y moral. Para alcanzar la segunda, se llevó a cabo el asesinato sistemático de 30.000 personas.
[3] Sobre este espíritu de venganza, especialmente en los sectores altos de la sociedad, puede leerse: Javier Lorca (2009, 11 de enero). A los que hablábamos del Estado nos decían atrasados. Entrevista a Guillermo O’Donnell. Página|12. https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-117989-2009-01-11.html
[4] El subrayado es del autor.
[5] Nótese que las referencias de la gestión Cacciatore al objeto de su gobierno son hacia los ‘habitantes’, la ‘población’, o los ‘vecinos’. Estos conceptos, ‘población’ y ‘habitante’, aluden a un sujeto cuyo rasgo definitorio es la pasividad. Además, se interpreta el concepto de ‘vecino’ como una referencia a la exclusividad de la población entendida como un grupo cerrado.
[6] Para profundizar en la temática del rechazo biopolítico hacia la muerte, véase el tratamiento que hace G. Agamben del concepto de ‘abandono’ (Agamben, 2009, pp. 41-45).
[7] Este también era el modo en que eran interpelados los sujetos afectados por las medidas: debían actuar como inquilinos frente a los propietarios. La liberación del mercado y exposición de los individuos atomizados –sin posibilidad de ejercer una resistencia real colectiva– a los rigores del mercado de la vivienda tuvo como consecuencia la expulsión, o mejor aún, para decirlo con Oszlak (1991), la propulsión desde este mercado hacia el del gran Buenos Aires.
[8] En su programa el brigadier Cacciatore solía usar este término coloquial argentino, específico del lunfardo —jerga originada en el Río de la Plata—, para referirse a personas sin trabajo ni casa que mendigaban y buscaban en la basura desperdicios u objetos que utilizaban o vendían para sobrevivir.
[9] No se analiza aquí, por razones de extensión, las desastrosas consecuencias del percolado del relleno sanitario en zonas como Bancalari o González Catán. Para esto véase Oszlak (1991, pp. 249-252). Tampoco se profundiza en el otro modo de retorno de la ‘basura subversiva’ bajo la forma de la memoria.
[10] Cabe señalar una vez más que el valor estético y moderno primó por sobre la consideración de los expropiados. El manejo fragmentario de la información respecto de las expropiaciones, y el trazado de las autopistas, fueron instrumentos tácticos utilizados para impedir la resistencia organizada de vecinos expropiados (Oszlak, 1991).
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