Misceláneas
Los entornos emocionales homoeróticos en la cuentística venezolana
The emotional homoerotic environments of the Venezuelan short story genre
Textos y Contextos
Universidad Central del Ecuador, Ecuador
ISSN: 1390-695X
ISSN-e: 2600-5735
Periodicidad: Semestral
núm. 24, e3584, 2022
Recepción: 30 Enero 2022
Revisado: 26 Febrero 2022
Aprobación: 17 Mayo 2022
Resumen: La exploración sobre la presencia homoerótica en la narrativa latinoamericana ha crecido. En ese sentido, el presente trabajo tiene como propósito examinar los entornos emocionales que, en algunos mundos ficcionales de la cuentística venezolana actual, se edifican alrededor de la vivencia de la persona ficcional homoerótica. La discusión se ubica en el marco de la crítica ética de la ficción (Booth, 2005), el lenguaje figurado como ruta para la enunciación emocional (Kovecses, 2000) y el componente emocional del texto literario (Bermúdez Antúnez, 2010; 2011). Para este estudio, se analizaron trece cuentos de doce cuentistas venezolanos. Los hallazgos destacan que las personas ficcionales homoeróticas se debaten en tres coordenadas (habitus), las cuales, a su vez, se interpretan a partir de cómo se presenta su entorno emocional. Los mundos ficcionales mostraron, en gran medida, una sincronía en la perpetuación de la experiencia homoerótica en entornos emocionales recurrentemente negativos, por ser un tipo de sexualidad periférica, excluida y no aceptada.
Palabras clave: entorno emocional, tensión homoerótica, mundos narrativos ficcionales, cuentística venezolana, narrativa latinoamericana.
Abstract: The academic research of the homoerotic presence in Latin American narrative has grown. In this sense, the purpose of this paper is to examine the emotional environments that, in some fictional worlds of current Venezuelan short stories, are configured around the homoerotic fictional person. The discussion is framed by the ethical critique of fiction (Booth, 2005), the debated view of metaphor as an understanding of the world (Kovecses, 2000) and emotion as a key component of the literary text (Bermúdez Antúnez, 2010). For this study, thirteen short stories by twelve Venezuelan storytellers were analyzed. Findings of the research showed that the homoerotic fictional characters are portrayed in three types. The fictional worlds showed a synchrony in the perpetuation of the negative emotional environments of the homoerotic experience. In these short stories, the homoerotic fictional person is a peripheral, excluded and unaccepted kind of sexuality.
Keywords: homoerotic emotional environments, Venezuelan short story genre, fictional worlds, Latin-American narrative, sexuality.
Introducción: sobre la crítica ética de la ficción
La forma en que los textos literarios admiten ser leídos siempre será vasta y desbordante. Esto ocurre porque los mundos que desde allí se proponen tienen una singular independencia, son ilimitados y extensamente diversos (Dolezel, 1999). De ahí que, por esta capacidad provocativa, se atrevan a tratar lo que sea y hacerlo sin abandonar su especificidad: ser puro arte verbal (Ingarden, 1998). Habitarlos a través de la lectura desemboca en efectos cognitivos (Green, 2010), afectivos (Livingston y Mele, 1997) o éticos (Booth, 2005). Orhan Pamuk afirmaba lo siguiente:
Algunas veces leemos de un modo lógico, en ocasiones con los ojos, otras con la imaginación, otras con una pequeña parte de la mente, otras del modo en que queremos, otras del modo en que quiere el libro, y en otras con todas las fibras de nuestro ser. (Pamuk, 2010, p. 6)
Uno de esos modos es el denominado por Wayne Booth como crítica ética: “La crítica ética intenta describir los encuentros del ethos de un narrador con el ethos del lector o el oyente” (Booth, 2005, p.20). La dimensión ética relaciona el cúmulo de opciones humanas y cómo estas elecciones dan configuración a un carácter manifiesto ante las circunstancias de vida. Quede claro: se refiere específicamente al narrador, no al escritor. Por otra parte, a través de investigaciones previas (Bermúdez Antúnez, 2010; 2011), he incursionado en algunos aspectos de la respuesta emocional. En este caso, me interesa vislumbrar si hay decisiones ficcionales recurrentes entre los diferentes cuentos estudiados en cuanto a su modo de presentar este tipo de opción psicoafectiva.
Ruta teórica-metodológica
Occidente respalda la visión judeo-cristiana, la cultura del “hombre blanco”, la opción heteroerótica y la relación monógama. Otras opciones relacionales son enjuiciadas como minoritarias, periféricas o excluidas. El objetivo aquí es analizar los entornos emocionales ficcionalizados en la cuentística venezolana actual, alrededor de una vivencia que permanece en esos márgenes: la de la persona ficcional homoerótica. Para ello, se seleccionaron trece cuentos, a través de un muestreo de tipo discrecional, en los que aparecía una persona ficcional[1] homosexual e interacciones homoeróticas en tensión.
Desde la perspectiva teórica, la investigación se sostiene en una tríada de categorías emergentes: mundos narrativos ficcionales, entorno emocional y tensión homoerótica. La primera se piensa desde la aceptación de que la literatura es una fábrica de posibles a los que se da existencia. Visto así, el mundo narrativo de un texto literario es un estado de cosas (historias), restringido por los límites que lo conforman: agentes, relaciones, acción, intención, motivación (Dolezel, 1999). Los agentes transitan una ruta vital en un tiempo y un espacio (Pavel, 1995; Martínez Bonati, 1992). En lo concerniente a la afectación que la ficción propicia, se debe a su capacidad para producir emociones: “El asunto primordial de la ficción ha sido, es y será siempre la emoción humana” (Gardner, 2001, p.35). Las emociones, en red asociativa, instalan entornos emocionales en los mundos narrativos. Por tanto, de acuerdo con el principio de identificación de Oatley y Djikic (2017), se sugiere que un entorno emocional sea uno de los modelos mentales propuestos en el mundo narrativo, en este caso, para enmarcar la vivencia afectiva. Con este entorno, y dado el principio de empatía (Oatley y Djikic, 2017), los lectores exploran y comprenden las vivencias afectivas de otros (las Pfs), modalizadas por la instancia narrativa autorizada a través de las formas de evidencialidad lingüística presentes.
Kovecses (2000) expone dos recursos de evidencialidad emocional para el universo textual. Uno consta de palabras que expresan y describen emociones. Las primeras con significantes precisos (las onomatopeyas), aunque no existe uno exclusivo para cada tipo de emoción enunciable. Las segundas, con un conjunto limitado de sustantivos: alegría, tristeza, ira, amor, miedo, asco, desprecio y vergüenza. El otro recurso discursivo es el uso figurativo del lenguaje: “The figurative words and expressions that belong in this group denote various aspects of emotion concepts, such as intensity, cause, control, and so forth” (Kovecses, 2000, p.4). Es un sistema donde el enunciador encuentra una ruta no solo para nombrar la emoción, sino para proporcionarle un espesor ideacional específico. Lo central para el autor es la clara tendencia a envolver, con una trama metafórica, la comprensión y manifestación de las emociones (Kovecses, 2000).
Con respecto a la tensión homoerótica, se aprecia una significativa atención en la investigación en Latinoamérica (Jambrina, 2000; Alonso Estenoz, 2000; Artieda Santacruz, 2002; Giorgi, 2004; Balderston, 2004; Maristany, 2006; Góngora y Rodríguez, 2006; Muñoz y Pimentel, 2008; Foster, 2008; Blanco, 2009; Hincapié García, 2010; Arboleda Ríos, 2011; Melo, 2011; Villegas Martínez, 2011; Gutiérrez, 2012; Chacón, 2016; Gómez-Sánchez, 2018; Falconí Trávez, 2018; Díaz Fernández, 2018; Peralta, 2017, 2020). No así sucede con la investigación literaria venezolana. El concepto de homoerotismo asumido aquí será el de “la posibilidad que tienen ciertos sujetos de sentir diversos tipos de atracción erótica o de relacionarse físicamente de diversas maneras con otros del mismo sexo biológico” (Cornejo Espejo, 2009, p. 146). En esta investigación, aunque se reconoce la existencia de distinción crítica, se usa este término tanto para los casos entre hombres como entre mujeres.
Hallazgos analíticos
El psicólogo Keith Oatley asegura que “An emotion is a frame within some kinds of interaction are enabled and others are disabled” (Oatley, 2005, párr. 8). Son estos marcos (frames) los que posibilitan entornos emocionales. De allí que la experiencia homoerótica en los cuentos analizados esté vertebrada en tres habitus (Bourdieu, 2011): 1) perturbación amenazante; 2) opción inquietante; 3) alternativa deseada. El concepto de habitus lo define Bourdieu como esquemas de obrar, pensar y sentir, adquiridos en nuestro grupo social. Se desarrollan a partir de la posición que el sujeto ocupa socialmente. Para este estudio, se asume que los escritores validan cierto conjunto de prácticas, las heteronormadas, y que, por tanto, a las Pfs homoeróticas se les coloca en una posición de marginalidad o exclusión, con bienes simbólicos que entran en una disputa desigual.
Como perturbación amenazante
Nueve de los trece relatos se sitúan en este habitus. Son mundos acorralados en la visión heteronormada y se constituyen desde el binarismo agresor/agredido, victimario/víctima, macho/marica, activo/pasivo. El cuento Volveré con mis perros (Quintero, 1975) recorre esta ruta. Quintero suele preferir mundos narrativos con dos pliegues enfrentados: uno dudoso (onírico) y, el otro, aparentemente real. Así, el trastrocamiento del modelo de mundo (Albaladejo, 1990) propicia la mezcla de los territorios y pone a dudar sobre las elecciones interpretativas.
En la historia, un hombre mayor conoce, en un bar, a un joven. El muchacho se embriaga. El señor aprovecha para llevarlo a su apartamento y, allí, consuma la relación homoerótica, al parecer, no consentida. Al despertarse, el joven se siente agredido, se llena de ira y va en busca de unos perros de caza para vengarse del viejo. Más o menos esta es una versión. Pero el cuento también ofrece, en paralelo, lo que parece ser otra: el relato del consentimiento, de la mutua seducción, la de un acercamiento amoroso que, aunque oculto, ambos amparan. La perturbación amenazante se instala desde que la Pf-narradora cuenta un trastorno: de niño, su madre lo vestía como niña. Su elección erótica deviene de esa “desfiguración” primigenia, implantada por un rol impuesto. Sin embargo, es el otro quien le adjudica el valor deformante: “Y refiriéndote al simbolismo de aquella prenda argumentaste que ella como una segunda piel se había adherido a mi cuerpo, moldeándolo y deformándolo” (Quintero, 1975, p.167). Es ese “otro”, el joven amante, quien le diagnostica la “desviación”, un “error” de una naturaleza que se autocorrige. Para la Pf-narradora, el moldeamiento avanzará hacia la instauración del rechazo y culminará con la emoción de repugnancia: “El perfume asqueroso de mi madre” (p.166); “Sus cuerpos altos, proyectaban sombras asquerosas” (p.171); “Hijo, el primer tercio de la línea de tu vida está interrumpido por un río asqueroso” (p.178); “Sin que te lo hubieras propuesto estabas destinado a obstruir el asqueroso portillo de mi soledad” (p.181).
El cuento de Quintero acoge firmemente lo que Bórtoli (2012) ve como un patrón de la literatura basada en la representación homoerótica: la vinculación entre homoerotismo y muerte. En estos mundos narrativos, el final trágico espera por unas Pfs que no pueden satisfacer su sexualidad o, si lo hacen, mueren o asesinan. Así se propicia un entorno emocional “repugnante”, una vivencia homosexual triste y una consumación erótica que conduce a la aniquilación. Quizá sea en el último tramo del cuento cuando mejor se revela este enmarcamiento:
Embrutecido de alcohol, caíste en el piso, largo y hermoso como una palmera, y te gocé en cada agujero, y hurgué dentro de ti como perro hambriento en montón de basura... Yo no supe la hora en que te fuiste, avergonzado de tu cuerpo, arrebatado de asco y de rencor. Y no escuché el golpe de la puerta ni la amenaza de tus labios como una maldición: “Volveré con mis perros, viejo maricón”. (Quintero, 1975, pp. 181-182)
En Nunca lloverá (Barrera Linares, 1985), se repite el eje agresor/agredido a través de la despótica relación de una madre sustituta y su hijo. En este cuento, Nazario Téllez regresa al funeral de la mujer que lo ha criado y quien lo maltrató desde el día en que su madre biológica lo abandonó. El entorno emocional se prepara con el miedo como medidor de esta subjetividad acosada:
¿Sabes? Hoy se ha desatado una lluvia feroz, todavía cae, desde aquí veo la ventana, tu ventana, golpeada por los hilos de agua, truenos terribles hacen vibrar los cristales, el agua ha cubierto los troncos de las cayenas, he sentido algo de miedo en los huesos. (Barrera Linares, 1985, p. 18)
El funeral transcurre en medio de una copiosa lluvia. La tormenta es un llanto maximizado del miedo que lo cubre todo. Por eso, el aguacero destapa los delirios de Nazario y de sus años de improperios. Se sitúa, al fondo, en un mundo triste y oscuro, pero no muy diferente de donde ha vivido y del cual solo quedó huir: “¿pensaste en mí después que me marché, tan maricón que ya no usa interiores blancos?” (p.17). No obstante, este relato, más que el enfrentamiento con la relación homoerótica en sí, se detiene mucho antes. Lo hace en la identidad, en la cual se gesta la amenaza: “entre un negro y un maricón no hay muchas diferencias, pero cuando el negro es maricón el servilismo parece como más casto, más chévere, más high society” (p.17). La designación de “maricón” emergerá, en este y otros cuentos de la muestra, como la reprobación ante una identidad siempre inferiorizada (Cornejo Espejo, 2009, p.145).
Asuntos delicados de la selva (Barrera Tyzca, 2010)[2] y El camino de Swan (Plata, 2011) son dos minicuentos que asumen la perturbación desde rutas diferentes, pero con el mismo destino. En el primero, hay una secuencia de estados emocionales para caracterizar a la Pf central, un “leopardo homosexual”: “Un leopardo homosexual puede sufrir mucho” (Barrera Tyzca, 2010, párr. 1). Específicamente, la atracción homoerótica ocasiona desprecio y, como consecuencia, la consumación de esta afectividad conduce a la marginación, ya que solo tiene espacio “detrás de las sombras de la madrugada” (párr. 2). Es así como esta Pf, debido a su deseo erótico, puede sufrir mucho, ser puesto bajo sospecha, recibir burlas, ser despreciado y mortificarse. Toda una gama de emocionalidad negativa, encapsulada para su exilio. Solo es cuestionado este entorno en el final, cuando el narrador reclama a la Pf asumirse como un ser singular debido a su circunstancia: “De tanto andar en estas guerras, algunos leopardos homosexuales terminan por creer que son los únicos que sufren” (párr. 3). El desenlace pone al lector en dos niveles en cuanto a los entornos emocionales activados: el que propicia el narrador sobre lo que cuenta (entre burla, reclamo y enojo), y el que se adhiere a la propia Pf del relato (sufrimiento y tristeza). Con ello se confronta la decisión interpretativa final.
En el caso de El camino de Swan, consta de dos amplias oraciones simples. La primera enuncia: “No pudo evitar lanzar un leve grito de hembra al sentir la profundidad de la penetración” (Plata, 2011, p.129). Tanto el “grito de hembra” como la “profundidad de la penetración” son itinerarios que avivan un sentido erótico inequívoco. La segunda oración cierra el mundo narrativo para promocionar la interpretación: “Finalmente, Swan, saliendo del armario, confesó su inclinación sexual” (p.129). Como se sabe, el cuento breve aprovecha ciertas figuras del lenguaje –preferiblemente, el sarcasmo o la ironía– para propiciar lecturas ambiguas o inesperadas. Por eso, estas dos nuevas expresiones, “saliendo del armario” e “inclinación sexual”, agregadas a las anteriores, permiten acercarse, ahora más firmemente, al sentido homoerótico promovido. Lo hace a través de una segunda capa irónica-burlesca y con orientación ofensiva. La Pf grita “como una hembra” y, así, el narrador asigna a alguien un atributo que no le pertenece. Si hay gritos de hembras, se entra en una lógica antonímica y habría que pensar en su opuesto: gritos de varones. Esta línea divisoria la establece “la profundidad de la penetración” y, con ello, la separación de lo masculino y lo femenino. Tal como afirma Fernández: “la vinculación –cuando no directamente la identificación– del varón homosexual con la mujer heterosexual obedece a una identidad entre penetración y feminización” (Fernández, 2017, p.12). En esta posición, el hombre que permite la penetración pierde su filiación masculina y accede a una “falsa feminización” (Sáez y Carrascosa, 2011, p.173).
Tradicionalmente, la visión heteronormada atribuye a la conducta homosexual masculina un “no-ser” hombre. Ser, más bien, una inauténtica condición femenina que, al tomar lo que no le corresponde, lo hace a través de una deformación, como en el mencionado cuento Volveré con mis perros. Todo ello articulado con la oración dada al cierre del mundo ficcional, cuando la Pf “sale del armario”, en directa referencia a la condición de la homosexualidad encubierta, para, posteriormente, confesar la “inclinación” sexual, debido a la exposición producida por el grito. La etiqueta “inclinación sexual” se refiere, dentro del canon heteronormado, a las preferencias sexuales que están fuera de sus márgenes. En definitiva, en ambos minicuentos, el entorno emocional es nocivo, solo habita en lo encubierto y proporciona sufrimiento. En el primero, a través de la metáfora de las sombras y la victimización. En el segundo, por el autoencierro (“armario”) y el simulado “grito de hembra”.
Travestido (Jiménez Ure, 1986) lleva a un nivel diferente la turbación. Un día, Arturo se encuentra con Luis y le dice: “Desde mi apartamento, angustiado, siempre te observo... Me masturbo y sufro” (Jiménez Ure, 1986, p.85). Dos denominaciones explícitas aparecen para sendas emociones negativas: angustia y sufrimiento. Acto seguido, Luis le advierte que “es hombre” y Arturo confiesa ya saberlo. Luis, entusiasmo por la aceptación de Arturo, pide un beso y, otra vez, se vuelven a proporcionar datos sobre el entorno emocional en el que se perfilarán los dos: “Doblegado por la pasión reprimida, Arturo besó aquellos labios notablemente masculinos. Creyó saborear el zumo de una naranja, una fresa madura, una uva recién cosechada y no el hocico de un lepidóptero” (p.86). Al seguir la secuencia de enunciaciones, se detecta un encadenamiento insistente de ese entorno perturbador: doblegado, pasión reprimida, creyó, lepidóptero. Arturo es víctima de una exaltación que ha mantenido contenida, que no puede controlar, pero que lo vence. Además, percibe el beso de Luis de un modo dulce y jugoso, aunque el narrador advierte que es solo una “creencia”, ya que, en realidad, el beso es semejante al que daría un insecto.
La visión perturbadora se corona en eventos posteriores. El primero cuando, durante el acto sexual entre los dos, otro hombre entra al apartamento y apuñala a Arturo hasta matarlo. Se regresa al vínculo fatídico entre el sexo homoerótico y la muerte. En ese momento, el narrador pone un nuevo componente descriptivo del entorno emocional: Arturo es asesinado por un desconocido y no sabemos por qué. Sin embargo, su pene queda erecto como un “trozo de roble podrido” (p.87), todavía expulsando semen. Con esto, el narrador nos arroja a una metáfora sobre la degradación del órgano sexual. Ella juzga el atrevimiento erótico de estar en un “lugar prohibido”: el orificio anal masculino. El otro suceso, mucho más revelador, lo constituye la consecuencia del malogrado acto sexual. A los pocos días, a Luis le surge un grotesco bulto en la nuca que, poco a poco, crece. Tras una revisión médica se determina que es un feto. Por tanto, se somete a una “cesárea”: “Del cuello de Luis surgió una menuda réplica del fallecido Arturo: el feto fue extraído sin signos vitales, con el pene igual erguido, negro y de aspecto pútrido (cual roble enmohecido)” (Jiménez Ure, 1986, p.88). Finalmente, el engendro es lanzado al río y lo rescatan unos devotos religiosos, le adjudican el estatus de deidad y, cada cierto tiempo, le rinden devoción: “En procesión, enjambres de creyentes desfilan tras las múltiples copias de la criaturita de falo erguido y fétido que, un atardecer, apareció en el Río Trama” (p.88). De modo que, de Arturo y de su obsesión sexual por Luis, solo queda la réplica de un miembro viril apestoso, porque el sexo entre hombres se presenta como putrefacto y engendra monstruosidades.
Los cuentos Dime cuántos ríos son hechos de tus lágrimas (Rodríguez Gómez, 2015) y Falsas apariencias (Chocrón, 2004) proporcionan mundos narrativos donde se incursiona en la trama policial y, de nuevo, en la insistente vinculación del homoerotismo con la muerte. El primero con una relación entre dos mujeres y, el segundo, entre dos hombres. En ambos, una Pf asesina a un amante ante la imposibilidad de experimentar la correspondencia. El asesinato surge de la impotencia por la no reciprocidad amorosa, pero también por el desahucio afectivo al que obliga la clandestinidad.
Dime cuántos ríos son hechos de tus lágrimas narra la peripecia de un detective urbano que indaga sobre la muerte de una mujer en la vorágine de la ciudad de Caracas. El espacio donde busca sus pistas es el submundo de la juerga nocturna. Resulta interesante comparar cómo se enfoca la relación heteroerótica en contraste con la homoerótica y, desde esta contraposición, el “justificado” trayecto al asesinato. El narrador muestra los recuerdos de la relación amorosa de Smith (el detective) con Laura de la siguiente manera: “cuántas veces había lamido su barbilla, mordido su cuello de cisne, dónde quedó la ternura con que la levantaba entre sus brazos mientras ella gritaba como loca, penetrada y feliz” (Rodríguez Gómez, 2015, p.114). Contraria a la homoerótica, la penetración heteroerótica propicia júbilo. Esta referencialización adversa la hace también el propio Smith: “Pero por favor, Laura, una mujer tan fina como tú cogiéndose carajitas a la orilla del Guaire, entre las palmeras y los recogedores de lata” (p.121). Tanto en el cuento de Jiménez Ure como en este se detectan construcciones hechas desde la evaluación heteronormada, refugiadas en una visión pasivofóbica y plumofóbica (Fernández, 2017; Ariza, 2018).[3] Por consiguiente, incrustan entornos emocionales en los que sus Pfs solo pueden fallar, equivocarse y padecer.
En el caso de Falsas apariencias, la Pf (Willi) se encuentra retenida en una entidad bancaria, en la cual ha ocurrido un robo. La policía interroga a los presentes durante el hecho. Mientras Willi responde a las preguntas, su mente ficcional viaja y regresa al encuentro con su amante (Alex). Willi lo ha asesinado por despreciarlo: “A Alex. Al niñito de papá y mamá, por traidor, por olvidarse de mi cuerpo desnudo fluyendo en su nuca blanca y amarilla, cuando yo creía que podía ser, que todo podría ser, aunque fuera quien soy” (Chocrón, 2004, p.63). La muerte de Alex es la represalia por su desdén, el olvido, el engreimiento social. Willi, humilde, simple. Alex, rico, con “trajes de lino importado” (p.63), que vive en “su tipo estudio tan blando y elegante” (p.63), para quien Willi solo era una aventura. La muerte vuelve a ser el arma que recoge la imposibilidad de la correspondencia. Al final, es una vinculación dada desde un fracaso predestinado.
La señora Hyde (Chocrón, 2004) es uno de los mundos narrativos más desconcertantes de esta selección. Trata de una mujer que se acicala para salir de “cacería sexual” en la ciudad de Caracas. Busca hombres por todas partes, pues es “zorra”: “Estoy lista, soy la señora Hyde. Si el Dr. Jekyll pudo crear al hombre lobo, mis células han transformado mi propia composición en la de una mujer zorra. Una zorra” (Chocrón, 2004, p. 15). Como tal, solo piensa en “Un pene enorme e infinito. Un capullo joven debe pertenecerme” (p.15.). Inmediatamente agrega la meta de esa noche: “Salgo a la calle, estoy hambrienta” (p.15). A partir de ahí, su mente ficcional nos hace deambular en la búsqueda para satisfacer su apetito carnal.
En este cuento también regresa la pasión que aherroja, como a Arturo, en Travestido, y a Laura, en Dime cuántos...: “El macho se me acerca con las mandíbulas abiertas [...] sufre de instinto, que es un padecer que subyuga, debilita, nos convierte en esclavos” (Chocrón, 2004, p.18). Después de varios intentos, al fin consigue una “presa”: un hombre que llega justo hasta el vendedor ambulante con el que, hace poco, ha tenido sexo, pero no la ha saciado. La señora Hyde se marcha con él a una habitación: “Y allí estamos los dos, él y yo, solos, con una cama. Tengo miedo. El espejo nunca me dijo que tendría miedo” (p.22). Aquí aparece la primera señal de la perturbación. El miedo vuelve a ser la emoción mediadora para implantar la vinculación homoerótica. Más adelante se conoce qué lo desata: ella no es “ella”, sino “él”. Y no se sabe hasta casi el final del cuento, cuando el otro también descubre la verdadera condición de la señora Hyde antes de “la transformación”:
Qué es lo que dice, no entiendo. Estoy muy nerviosa. Parece otro, como si una metamorfosis extraña también acabara de eclosionar dentro de él. Las cejas se le juntan, los colmillos se le afilan como unas estacas… Se me abalanza a golpearme porque mi pene es más grande y afilado que el suyo (p.23).
El miedo cobra fuerza destructiva. El choque de incomprensiones se produce. Del miedo, posteriormente, se transita al sufrimiento como la otra emoción vinculada: “Yo sufro mucho más que el Dr. Jekyll, sin embargo, de él hacen películas. Yo padezco mucho más” (p.23). La señora Hyde también paga, con miedo y sufrimiento, el atreverse a una identidad de la cual –porque "no le pertenece", porque la falsea– será expulsada. Finalmente, cabe incluir en este apartado el cuento Mercurio[4] (Vegas, 2007). El 27 de septiembre de 1981, Freddie Mercury y la banda Queen dieron un concierto en Caracas. Vegas ficcionaliza este acontecimiento y pone al músico en una expedición por la noche gay de esa ciudad. Realiza una provechosa exposición de la tensión entre el patrimonio de lo masculino, representado en los guardaespaldas del cantante, en confrontación con aquellos que ya han abandonado ese capital: Mercury y todo el universo nocturno de la ciudad de Caracas.
Terminado el concierto, unos guardaespaldas se encargan de la protección del artista. Este, después de complacerse con comida callejera, pide un local gay. Los guardaespaldas acatan y, ante el primer fallo en la elección, es el propio Mercury quien, auxiliado por una enciclopedia turística gay, orienta a sus protectores. Sin bien el cuento de Vegas es el único mundo narrativo de este repertorio en el que las Pfs homoeróticas no mueren ni sufren –al contrario, disfrutan– sigue presente la necesidad de marcar la distancia (la zona de exclusión) del mundo heteronormado. Los gais del primer sitio visitado son descritos así: “Apenas entramos todos se alborotaron y agarraron unas poses giratorias de no reconocer a Mercury: retorcían el cuello como unas cigüeñas y se subían y se bajaban el cierre de las chaquetas de cuero” (Vegas, 2007, párr. 4). Al igual que antes, el detalle narrativo se podría calificar de plumofóbico. Luego, deciden ir a otro lugar. Lo central de este cuento está en que las dos Pfs heteronormadas, los guardaespaldas, valoran a las otras, las homosexuales, como pertenecientes a un entorno del que hay que protegerse: “El Disip me secreteó: En esta vaina nos van a meter droga en la botella. A un pana le metieron la yohimbina con afrodina y se lo clavaron cual coneja” (párr. 15). En el resto del cuento, ambos bandos, el hetero y el homo, forcejean por permanecer cada uno dentro de sus fronteras, aunque el primero se presenta como el que más arriesga en la pugna.
En todos los mundos narrativos de este grupo, lo homoerótico es modelado dentro de entornos emocionales para seres repletos de heridas, que los conducen a sufrir. La “amenaza al ano” pareciera ser la clave del desequilibrio. Por un lado, cuidar de él supone la permanencia dentro de la normalidad del patrimonio de lo masculino. Por otro, permitir su invasión conlleva a perderlo todo, generalmente porque el destino ficcional siempre “será” una degradación. Al final, son sujetos sometidos por un deseo condenatorio (Faúndez y Villa Sánchez, 2019), sojuzgados por una pulsión, casi preexistente, que los moldea, los limita y, al final, los arruina. Por otra parte, la decisión de considerar estos entornos como modelos mentales se ve más que satisfecha. En lo que respecta a este grupo de relatos, se presentan como vivencias estructurantes y generalizantes de la relación homoerótica, dada la recurrencia de las emociones de tristeza, asco o miedo. Con ello, se favorece la idea de que estas emociones son “normales” y “típicas” como forma de experiencia afectiva y, a su vez, se instaura un horizonte experiencial –lo que ha de esperarse–. De este modo, se convierten en casos distintivos a la hora de pensar la relación homoerótica, independientemente de su efectividad real (Andreassen, 1997).
Como opción inquietante
Money y Ehrhardt (1972) afirmaban que sexo y género eran entidades diferenciadas. Uno se relaciona con los atributos físicos heredados biológicamente. El otro se ubica en el plano de la psicología de un yo que, por imitación e imposición, asume roles asignados socialmente. No obstante, posturas más recientes han cuestionado la eficacia explicativa de esta visión (Viveros, 2006; Melo, 2006). Sobre todo, debido a que son pocas las realidades definidas desde lo dado, lo natural, y sí por lo adquirido, lo cultural (Lamas, 2000). Así, tanto género como sexo se inscribirían en las construcciones discursivas que deciden el orden y la organización sociopolítica de nuestras vidas. En los entornos emocionales homoeróticos de los cuentos Una larga fila de hombres (Blanco Calderón, 2007) y Una mujer por siempre jamás (Infante, 2014)[5] se hace visible la presión relacional entre lo sexual y lo genérico. En ambos, lo sexual “homo” es el centro de la trayectoria narrativa de las Pfs, desde donde se corona la lógica del otro. No obstante, en el fondo, está la lucha por la incrustación en los límites de lo admitido según la construcción discursiva que se ha dado sobre el género.
Una larga fila de hombres coincide con Dime cuántos ríos son hechos de tus lágrimas en que ambos relatos buscan un conocimiento, un saber inquietante. Hasta que no se alcanza, el mundo narrativo se constituye en una cadena de laberínticos supuestos. Si en Dime cuántos ríos… se busca la identidad de un criminal, en Una larga fila... es la necesidad de autoexplicación de una identidad acosada. La Pf es Miguel Ardiles, un psiquiatra forense que, un día, “despierta con inquietantes dudas acerca de su virilidad. No son dudas [...] son elementales preguntas que cualquier hombre puede hacerse sobre su propia sexualidad” (Blanco Calderón, 2007, p.11). El asunto, tal como lo plantea el narrador, se presenta desde una lógica en la que sexualidad y género están fundidos. Ardiles vacila sobre cómo debe percibirse, comprenderse, y qué debe desear. Esto queda enarbolado cuando trae a debate, en su mente ficcional, a la novela Plata quemada de Ricardo Piglia. Ardiles adjudica heroicidad a dos de sus personajes principales: el Gaucho Dorda y el Nene Brignone. Expresa que son “héroes de verdad” (p.13) aunque “son homosexuales. Y hasta pareja” (p.13), pero no por eso dejan de ser “tan varones, tan machos” (p.13).
La novela de Piglia, como intertexto (Kristeva, 1978), le sirve a Ardiles para repasar su propia vacilación. En una de sus frases parece encontrar la anagnórisis: “Miguel decide encarar el problema y enfrentarlo de raíz. […] Siguiéndola al pie de la letra, la frase parece indicar que la hombría radica en el acto valiente que hace un hombre al dejarse coger por otro” (Blanco Calderón, 2007, p. 14). En este mundo narrativo, la duda de la Pf es producto de la coercitiva norma heterosexista. Su tribulación no tendría sentido si no fuera porque, en la visión heteronormada, quien se deja penetrar, “renuncia a la virilidad al aceptar o estar siempre en disposición de aceptar el rol pasivo” (Eribon, 2006, p. 131). Si, tal como afirma Melo (2011), la virilidad está asociada a la necesidad de proteger el culo, el cuento de Blanco Calderón pareciera que nos propone transitar hacia un camino contrario, aunque no sea cierto. Como en los cuentos del subtítulo anterior, el ano congrega gran parte de la metáfora sobre la “preservación” de la hombría y la masculinidad. De allí que atentar (sexualmente) contra él es el principio de la pérdida:
El culo es el gran lugar de la injuria, del insulto [...] la penetración anal como sujeto pasivo está en el centro del lenguaje, del discurso social, como lo abyecto, lo horrible, lo malo, lo peor [...] ser penetrado es algo indeseable, un castigo, una tortura, un acto odioso, una humillación, algo doloroso, la pérdida de la hombría, es algo donde jamás se podría encontrar placer. (Sáez y Carrascosa, 2011, p. 7)
Esto es lo que reposa en el fondo. Creyendo haber resuelto su problema, Ardiles decide afrontar la prueba y dejarse “coger” para dilucidar el tamaño de la hombría que le corresponde. El resto de su día lo pasará esperando el momento. Queda con una amiga en un bar y comienza a revisar a los asistentes, en “plena caza”. Hasta que, por fin, da con Jorge: un hombre gordo, de traje, de ojos grises, con el que coquetea, se sostienen la mirada. Todo el cuento está atrapado entre lo sexual y lo genérico y esa trampa lo consume. Cuando el narrador está describiendo a ese hombre con el que finalmente se irá Ardiles a “probar” su hombría, le adjudica peculiares comportamientos homoeróticos: “La forma de mirar también lo delata” (Blanco Calderón, 2007, p.20). Con esto, la Pf se instala en la verdadera trama de sus deliberaciones a partir de lo que la novela de Piglia hace estallar: la aversión pasivofóbica atormentadora que lo puede hundir. Como en los otros cuentos estudiados, el miedo vuelve a ser la emoción mediadora que se ofrece para empatizar con el mundo ficcional: “Miguel comienza a sudar y entonces siente miedo. Lo sabe. Pero, ¿miedo a qué?” (p.21).
Cuando Ardiles decide, finalmente, elegir a Jorge, no lo hace convencido de que sea un camino, sino la única opción que tiene, atrapado por el temor que lo habita. De cierta forma, escoge ese camino sintiendo que está “entrando de espalda” (p.22) en una cueva oscura porque “eso reafirma la condición de prueba a lo que está por hacer. Sabe que tiene que vencer el miedo y tal vez el asco y seguir hasta el final” (Blanco Calderón, 2007, p.22). Estar “entrando de espalda” alimenta esa red asociativa pasivofóbica que lo persigue y atormenta. Pone de antesala la parte de su cuerpo cuya amenaza ha iniciado desde que se hizo la pregunta sobre su virilidad. Sin embargo, miedo y asco insisten en ser los denominadores de emoción directa que asientan el entorno sensible, definitivo, de esta Pf. Son dos etiquetas, asociadas a la “prueba” –"dejarse coger”– a la que quiere someterse. Para llegar, definitivamente, a ella, Ardiles se va con el elegido (el gordo Jorge) a culminar su “test de virilidad”. A media noche, en un descampado de la ciudad de Caracas, Ardiles y Jorge descienden del carro. Jorge se le acerca, lo toma de la mano e intenta darle un beso, pero Ardiles lo rechaza porque sería una escala de intimidad que puede descubrirlo plenamente en lo femenino (¿lo débil?), y esa es una opción que él sí rechaza. Lo que hace es darse la vuelta y bajarse los pantalones.
Los momentos cruciales del mundo narrativo son notables en cuanto a describir con vertiginosa precisión la trampa en la que se ha metido Ardiles. A su vez, constituyen una muestra de cómo el entorno emocional, marcado desde el inicio por aquella “duda”, se encarna en su cuerpo y lo conduce hacia un lugar inhóspito, del que no saldrá ileso: “Oye cómo Jorge abre la bragueta de su pantalón y siente que un pánico terrible se apodera de él” (p.23). El miedo de antes es ahora pánico, el mayor nivel de intensidad con que se experimenta esa emoción básica (Plutchik, 1987). Por eso, actúa en consonancia con dicha afectación. Cuando ve a Jorge poniéndose un condón y “tiembla cada vez más y piensa que ya no tiene control de la situación” (Blanco Calderón, 2007, p.23). En ese instante, el miedo es la metáfora de un cataclismo interior, un animal feroz que está listo para destrozarlo todo. El momento llega y Ardiles siente “el contacto del pene entre sus nalgas” (p.23), y la culpa por la vacilación ante su hombría estalla. Es cuando el “miedo se transforma en rabia” (p.23). Comprende que la evidencia buscada no era tal. Que, al final, todo se reduce a que hay fronteras y al mantenimiento de los límites. La única forma para rectificar es “caerle a golpes” a quien se atrevió a empujarlo fuera de esos límites. La defensa de la impenetrabilidad es el único dispositivo sexual que lo definirá. Duda, miedo, pánico, rabia y, al final, espanto, es la red asociativa en la que el entorno emocional de Ardiles extiende la duda sobre su hombría y que se ensancha una vez que abandona al gordo Jorge, golpeado y sangrante: una cosa es tener dudas sobre la virilidad y otra esperar que una larga fila de hombres te la ratifiquen o destruyan.
El cuento Una mujer por siempre jamás se coloca ante el lento proceso previo a entrar en la experiencia homoerótica para luego huir de ella, horrorizado por lo que conlleva. El narrador usa casi la mitad del cuento para presentarnos la rutina de una vida anodina, que lleva a convivir con Elio, la persona ficcional homo que lo introducirá en la experiencia. Su vida se reduce al intento de finalizar una tesis de maestría y estar ajustando la relación, intermitentemente apasionada, que mantiene con quien fuera primero su amante y, ahora, su novia (Lorena). Por su parte, Elio, dueño de la pensión a donde llega el narrador, es descrito de este modo: “El dueño de la cueva era un gay de estatura y elegancia pobres. Semejaba un colibrí cuando debía cumplir algún encargo” (Infante, 2014, párr.1). Con esta presentación se anticipa la relación entre estos hombres que los llevará a terrenos inexplorados a uno, y a la decepción al otro. Poco después, el narrador introduce una nueva dimensión: Elio es un sujeto de comportamiento social dual. Es frágil y asustadizo en lo interno de su casa, pero viril y seguro en la calle. Esta nueva perspectiva expone esa persistente visión del “clóset”.
Me resultaba difícil imaginar a este sujeto frágil y asustadizo en parrandas de tal magnitud. Aunque también es cierto que fuera del apartamento tenía otra apariencia: esa misma semana habíamos coincidido en el automercado y me dio la impresión de estar ante otra persona. Imprimía un tono viril a la voz y a los gestos en la transacción a la cajera. (Infante, 2014, párr. 17)
Y sigue: “En la medida que nos acercábamos al cuarto piso e íbamos quedando solos en el ascensor, Elio se iba transformando” (Infante, 2014, párr. 18). Al igual que en los mundos narrativos ya revisados, en este, la tristeza, la repugnancia y el miedo regresan como ingredientes emocionales decisivos para contribuir con los entornos en que estas Pfs se relacionan. Así, luego de acompañar a Elio hasta la puerta de su apartamento, el narrador declara: “El hombre triste que también iba siendo sintió deseos de seguirlo y entrar a ese universo paradójico que, en medio de la repulsión, lograba atraerlo” (párr. 19). En reiteradas ocasiones, el narrador sustituye el nombre de Elio por el de Colibrí, dado que no camina sino “vuela” de un sitio a otro: “Hablaba planeando sobre la sala. Voló a la cocina” (párr. 29). Clara alusión a la red asociativa de la visión plumofóbica ya señalada, aquí bajo la imagen del “mariposeo”. Para el narrador, la tristeza y el asco –repulsión– son la alquimia del mundo de Elio por ser homosexual, aunque él mismo intenta buscar justificación a su segregacionismo sexual negativo. Reconoce que “El mundo está lleno de homosexuales y bisexuales desde la antigüedad” (párr. 29). Por tanto, ese entorno emocional, que esta realidad le causa, debería recorrer otro derrotero, pero no es así.
La cercanía emocional entre el narrador y Elio se acrecienta cuando este último confiesa una “travesura erótica” que amenazaba su vida. Entre Elio y sus amigos habían conquistado, en la barra de un bar, a un muchacho (motivo narrativo similar al que nos ofreciera el relato de Blanco Calderón). Se lo habían llevado al mismo sitio referencial, también presente en el mundo ficcional de Blanco Calderón –la Cota Mil–, prometiéndole un festín sexual. Y, como en el cuento mencionado, este acto de violencia clausura de modo fatal: después de excitar al chico al extremo, lo habían amarrado y violado con una botella. Ahora, humillado y lleno de rencor, amenazaba de muerte a Elio, quien pide protección al narrador. Como puede seguirse, Elio vive en un mundo de riesgos atizados por sus apetencias homoeróticas. En la medida en que el narrador se involucra con él, también se acrecientan la amenaza y el temor que su entorno proporciona. El miedo lo envuelve todo: “Temía por Colibrí. Temía por mí” (Infante, 2014, párr. 46). No es solo el miedo por una promesa que no está muy dispuesto a cumplir, la de protegerlo de las amenazas de muerte. Es el miedo a lo que finalmente ocurre y estuvo empeñado en eludir: sucumbir ante la experiencia en la que Elio lo acorrala:
Me sentí necio por subestimarlo […] Bebimos en silencio y la figura de Elio creció hasta envolverme en los mantos de satén. El tiempo dejó de importarme. Solo unos minutos íntimos rodearon mi repentina erección y las destrezas felativas de Elio, y se acoplaron al sofá cuando tomé su trasero rasurado para penetrarlo lenta, temerosa, asquerosamente bien. (Infante, 2014, párr. 50)
El rechazo erótico y la aceptación afectiva hacia Elio, que se habían estructurado a lo largo del cuento, se resumen en estas líneas a través del oxímoron con el cual llega lo inevitable. Después de eso, el narrador regresa a su mundo heteronormado, a su relación con Lorena, allí donde el universo del miedo y el asco es desplazado por las rutinas permitidas ante la mirada pública: salir a merendar, ir al cine, etc., lejos de la clandestinidad del apartamento de Colibrí. En este entorno, a Elio no le queda otro desenlace. El muchacho agredido logra ingresar al apartamento y, como en el relato Volveré con mis perros (Quintero, 1975), arremete con todo el esplendor de su venganza: “trataba de derribar la puerta. Elio bramaba como una bestia acorralada. El muchacho bajó la voz para describir en detalle cómo lo apuñalaría” (Infante, 2014, párr. 53). El narrador y su novia salen huyendo del lugar y lo dejan a merced del desquite. El sonido del nombre, el suyo, que el narrador alcanza a oír, pronunciado por Elio, en ese último intento de insistir en su protección, no es más que la posibilidad de que –tanto para el muchacho que se venga como para el narrador–, con la desaparición del “criminal”, también desaparezca el recuerdo de la ejecución del crimen.
Estos cuentos abren una grieta. Miran la relación homoerótica de otro modo. Aunque no abandonen el miedo, el asco y la tristeza como marcos de sus mundos, emprenden atrevimientos en los que sus Pfs están más disponibles para enfrentar la provocación erótica en que se implican.
Como alternativa deseable
En este último grupo, compuesto de solo dos cuentos, asoma la experiencia homoerótica como posibilidad y búsqueda de legítima satisfacción. Sus entornos emocionales ubican el placer y el gusto como detonantes permitidos. Las PFs se acercan, o viven esta experiencia, como una opción que no requiere ser escondida ni explicada. Se trata de los mundos ficcionales de Detrás del deseo (Kozak, 2005) y Beatrice, no desnuda boca arriba (Sáez Astort, 2005).
El cuento de Kozak (2005) es doblemente relevante. No solo se sitúa en la vivencia homoerótica, sino que es el único mundo narrativo interesado en indagar desde la perspectiva femenina. El relato está edificado a través de diez breves cuadros, cada uno con un respectivo título. En todos se recorren los meandros pasionales que Verónica, la única Pf del cuento, transita a lo largo de su vida. De joven, prefiere amar mujeres maduras porque disfruta de sus destrezas. Sin embargo, como la juventud impone movilidad constante e insatisfacción infinita, permanece en ese juego amoroso un tiempo y luego las abandona. Hasta que ella misma, ya madura, sufre similar destino. El cuento de Kozak es, por tanto, la única incursión en la cual el deseo homoerótico es una fuerza vital que recorre, motoriza y da sentido a todo el continente en que se desarrolla. Este mundo narrativo es un auténtico conglomerado de denominaciones directas e indirectas para manifestar la fuerza del deseo, en su más pura y ardiente presencia. El apetito carnal, la ebriedad corporal y el desbordamiento lujurioso son vastos: “Es un deseo de entrega sin límites, de posesión vanidosa” (Kozak, 2005, p.79), expresa quién narra, sobre la inquietud que siente Verónica al ver “una mujer de ojos grandes verde pálido y manos afiladas” (p.79). Kozak no escatima alusiones para colocarse en el justo lugar de la pura ansiedad sexual que recorre todo su relato. En este mundo ficcional no hay disimulos: “Verónica quiere sentir latidos y humedades más hondas, la mujer de nardo la toca con pericia: Verónica se desgaja en un gemido” (p. 80). Está claro que los diferentes climas emocionales que vive, en el trayecto que dura su mundo ficcional, están asociados a sus vicisitudes amorosas, a su condición de ser humano que se excita, más que al hecho de que sean experiencias homoeróticas.
Este mundo ficcional se separa frontalmente de otros, por ejemplo, El camino de Swan. Si este cuento se basa en una bilateral capa narrativa para la interpretación caprichosa y oportunista, en el mundo narrativo creado por Kozak se está en presencia del campo abierto, donde nada se debe esconder y el único y valedero camino es imaginarse cada palmo de esa vivencia: “Verónica está a punto de decirle cógeme de una vez, ponme en cuatro” (Kozak, 2005, p.82). Sin embargo, lo interesante es su deliberada enunciación de una envoltura emocional sin cubrimientos. Así, el deseo, la excitación, la lujuria toman todas las formas: “En sus manos Verónica fue puta de a pie, puta de prostíbulo, puta de ricos, yegua, caballo, hombre y mujer, vulgar y refinada” (pág. 81); y la pasión es una enajenación absoluta: “la convirtió en lava, la despertó, la volvió loca, la destruyó, la hizo reptar en el lodo” (p. 81); “vivía humedecida y expectante, sus manos no le bastaban” (p.82). Estamos ante la metáfora de la pasión como descontrol y flujo constantes. Si tal como afirma Núñez (2015), la homofobia es el miedo ante la posibilidad de que pueda haber placer y deseo sincero entre seres del mismo sexo, Kozak es la única que se atreve a borrar esta conmoción y convertirla en alternativa legítima.
El cuento Beatrice, no desnuda boca arriba (Sáez Astort, 2005) muestra riberas no menos llamativas. En este se narra una tórrida relación de dos Pfs y otra, la homoerótica, soterrada en una bisexualidad emergente. Carlos Alberto es un diplomático atrapado en un matrimonio desahuciado a causa del suicidio de su único hijo. Conoce a Beatriz (o Beatrice, según la preferencia idiomática del narrador) en un acto protocolar. A partir de entonces, se inicia una relación de encuentros-desencuentros sexuales propiciados, precisamente, por la necesidad de ablandar la vida en la que está hundido. Con Beatriz, Carlos Alberto recobra el sexo como un aliento: “Te bastó mirarla por el rabillo del ojo para sentir una erección grandísima que no disfrutabas desde tu adolescencia una erección sin viagra” (Sáez Astort, 2005, p. 427). Como en el cuento de Kozak, Sáez Astort atiende la dimensión explícita de la atracción sexual, en este caso, heteroerótica. Sin embargo, la presencia homoerótica abre una grieta desde una posibilidad no consumada, pero suficientemente intensa, dentro del relato. La traza homoerótica se inicia cuando Carlos Alberto ve a Ernesto: “Entonces lo viste. Delgado, mal vestido y con barba rala, quizá diez años menor que tú, parecido al Che […] Te miró con poco disimulo y mucha sorna” (Sáez Astort, 2005, p. 428). La mirada se convierte en la perforación hacia el deseo.
Barrera Lara (2006) adjudica una clave al contacto visual dentro del “ligue” homoerótico. Afirma que sostener la mirada da lugar a sonrisas y un posible acercamiento: “lo más importante para ligar es dedicar miradas. Ver a alguien a los ojos es una forma de indicar disponibilidad” (Barrera Lara, 2006, p. 10). La mirada actúa en clave erótica: “El significado que está dado a la mirada en el grupo homosexual es la de una búsqueda sexual” (p.13). Carlos Alberto y Ernesto se escudriñan, se saludan y se van a compartir tragos. Carlos Alberto cuenta su desgracia personal y Ernesto lo consuela con las palabras de un poeta venezolano. Luego se separan en medio de una noche lluviosa. ¿Dónde surge la tensión homoerótica más allá de la mirada inicial de este breve encuentro? Es el narrador el que continúa con efímeras, disimuladas pero firmes, alusiones al respecto. En este caso, la intertextualidad, ahora a través de Óscar Wilde, vuelve a ser su conductor, como en el cuento El camino de Swan (2011): “Bromeaste acerca de la importancia de llamarse Ernesto” (Sáez Astort, 2005, p. 428).
La relación con Beatriz se edifica bajo el empuje que ella concede. Es desde ella que se intenta satisfacer el ardor anhelado hacia el otro. Por eso, el narrador avisa: “el sabor a polen que tu lengua descubrió en la de ella (el mismo que hubieras preferido descubrir en la del perdido y lloviznoso Ernesto Florentino)” (Sáez Astort, 2005, p. 429). El deseo hacia Ernesto estará siempre latente, acompañándolo como encrucijada interna. La red asociativa con la que se establece la tensión entre ellos siempre brota: “Luego te engulló a ti, con tus manos húmedas en los bolsillos masturbatorios de la gabardina forrada” (p. 429). Esta asociación erótica se restituye, años más tarde, cuando los dos se vuelven a ver en Caracas. El narrador expresa que, ante el inesperado encuentro, no hubo tiempo para sorpresa, ni celos, ni “masturbaciones clandestinas” (p. 431). Quizá el clímax de esta tensión, siempre ansiada, explota en la secuencia que sigue: Carlos Alberto se lleva a Beatriz, entran en una habitación de hotel, la desnuda y la dobla sobre una mesa, “a una altura perfecta para tu entrepierna” (p. 431). Con Beatriz, ahora boca abajo, intenta culminar la penetración anal que nunca tendrá con quien realmente lo desea. Más tarde, mientras ella duerme, él hurga “en su sueño hasta encontrar a Ernesto” (p. 433) y grita “por Dios, Ernesto, amor, háblame” (p. 433). De este modo, el furtivo deseo por Ernesto se amalgama en la relación sexual con Beatriz que, como filtro y puente, lo expone en un camino que nunca recorre.
Conclusión
La hipótesis inicial puede ser ahora parafraseada. En la mayoría de estos mundos narrativos, la opción homoerótica se performatiza a través de una presencia emocional que concluye en su negatividad. En ellos, prevalece la mirada masculina occidental (Bourdieu, 2000). “La heterosexualidad normativa asigna de manera coercitiva roles diferenciados a la mujer y el hombre, de tal modo que solamente existe una forma correcta de desempeñarlos” (Fernández, 2017, p.13). Esta posición prospera gracias al apoyo de una sobreabundancia de doxa y una excesiva escasez de episteme. Sin embargo, “La familia, el matrimonio y, en especial, el erotismo, no pueden reducirse a perspectivas biologizadas y reproductivas […] La socialización erótica es versátil y no delimitada a un gen” (González Pérez, 2001, p.98). Con esta lógica, lo homoerótico solo ingresa, a manera de modelo mental propuesto desde estas ficciones, dentro de identidades “patológicas” como: el ocultamiento (“el clóset”); el comportamiento equivocado (lo “desviado”); y su representación más abyecta: la falsa reproducción de lo femenino (lo “afeminado”). Ellas existen amenazando la norma y, por eso, son sexualidades que “deben ser” periféricas y excluidas (Fonseca y Quintero, 2009).
Todo lo anterior cobra una dimensión sustancial desde la ética de la ficción, en cruce con los principios de empatía e identificación (Oatley y Djikic, 2017). El primero postula que las emociones literarias no solo nos hacen explorar y comprender las propias emociones, y las ajenas, sino también transformarlas. El de identificación nos permite afiliarnos al modelo mental propuesto en un texto ficcional, para llegar a entender hasta situaciones en las que no nos atreveríamos a involucrarnos. Siendo así, como experiencia de lectura, los entornos emocionales estimulan una empatía y una identificación que convierten en típico y normal un horizonte de negatividad hacia la alternativa homoerótica. Aunque es posible detectar propuestas más expansivas (los dos últimos cuentos analizados), en general, el entorno emocional homoerótico se presenta como un modelo de prácticas enrarecidas o anuladoras. Para ello, se le confronta con otra eroticidad: la legitimada. De este modo, la tristeza, el miedo y la repugnancia son las emociones preponderantes, con las que se constituyen los sentidos inevitables en estos entornos.
En perspectiva latinoamericana, se puede alegar que estos cuentos de escritores venezolanos apelan a temas, marcos y tratamientos presentes en obras de otros países. Lo homoerótico es un tipo de atracción “improcedente”, una conexión no tolerada y una personalidad deformada. Los autores venezolanos se adscriben a un canon literario y a una red discursiva ya sedimentada para ficcionalizar esta posibilidad sexo-afectiva. Al final, pensar lo homoerótico desde una interpretación con mayor plasticidad no aparece como una opción “manejable”. Lo naturalizado desde la mirada heteronormada no lo facilita. Así, los mundos narrativos de los cuentos revisados destilan una potente tendencia plumofóbica y pasivofóbica. Evidentemente: con variantes e intensidades.
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Notas